Pensar en las palabras
como un mero medio de comunicación, por el cual expresamos nuestro sentir,
nuestro pensar, o, por el cual tratamos de comunicarnos, seria reducir la
situación a un contexto meramente gnoseológico. La palabra, de forma oral, no
solo transmite enunciados acerca de aquello que nos acontece (como lo son
nuestros sentimientos, nuestras pasiones, deseos, pensamientos, etc.), sino que
también tiene la finalidad de encubrir la verdad, de esconder las distintas
formas de nuestro proceder, de nuestro actuar y de nuestro reflexionar, tiene
la potencia de trascender, por si misma, la situación temporal y de
salvaguardar el legado de nuestro pasado, de confrontarnos con nuestro presente
y de manifestarnos a nosotros mismos ante el futuro incierto. En cierta medida,
pareciera que la palabra hablada puede determinar nuestra existencia, debido a
que esta (la existencia) parece limitarse al terreno de lo comunal, al ámbito
de la sociedad y de cómo nos desempeñamos existencialmente en esta. Por
supuesto, esto no quiere decir que la totalidad que es el hombre mismo, se
reduzca únicamente a la determinación de la palabra hablada, solo indica que es
un algo de suma importancia en el quehacer del hombre.
Sin embargo, no es de
la palabra hablada de la que quiero referirme en el presente trabajo, a lo que
quiero referirme concretamente es a la palabra escrita. La palabra escrita nos
puede evocar toda una serie de conceptos similares a los mencionados
anteriormente a la palabra hablada, sin embargo, esta tiene la particularidad,
por un lado, de trascender el tiempo de forma más concreta, más específica, si
se quiere. Esto es, que la transmisión de las ideas expresadas de forma
escrita, como diría Jacques Lacan a propósito del destinatario de la carta,
siempre llega a su destino. Este destino se encuentra manifiesto no solo en la
interpretación correcta del escrito, sino que también se da en el
desocultamiento de esa penumbra a la que llamamos “otro”. Todo escrito, de una
u otra forma, trata, no solo de mostrarnos una forma de pensar determinada,
sino que también nos “habla” del autor mismo, nos muestra, a la vez que sus
inquietudes mentales, también sus deseos, aspiraciones, sentimientos, además
del entorno sociocultural de su época, nos desnuda su alma, por decirlo de
alguna forma, en un desocultamiento de la persona. Entonces, aquí encontramos
un problema: ¿Qué ocurre con la intimidad propia del autor, que en un esfuerzo
por transmitir sus inquietudes queda desnudo al acecho, la sospecha y el juicio
de los demás? Esta es la cuestión principal del presente escrito, y la manera
en que Maurice Blanchot (en el apartado sobre Kafka que encontramos en su libro
titulado “La amistad”), trata de explicarnos. Por otra parte, la palabra
escrita también puede ocultar, llevar a la oscuridad aquello que le es íntimo
al autor, y de lo cual solo le puede pertenecer a él.
Queda claro que la vida
de Kafka, tal cual la describen sus amistades, es muy distinta de aquella que
nos muestra en sus escritos, en estos (sus escritos), observamos la pesadumbre
que debe cargar el protagonista ante su propia derrota, la miseria con que
encara el mundo que se le ha negado, la arbitrariedad de un mundo subsumido a
la burocracia y que despersonaliza por completo al individuo, la “metamorfosis” sufrida por aquel que no
es digno de reconocimiento, y que, sin embargo, debe cargar no solo con la
responsabilidad de su familia, sino con la del mismo mundo entero, en fin, nos
muestra el rostro de personajes caídos en las garras de la existencia misma,
acogidos por una especie de neblina que les impide ver más allá de su propia
podredumbre, nos muestra una especie de juego vital entre la negación de mi yo
y el aceptar desganadamente las circunstancias terribles de la realidad, una
especie de dejarse ir, una pasividad total. Esto claramente se contrasta con lo
que sus amistades pueden decir de él, según nos comenta Blanchot: “Los demás amigos de Kafka, por otra parte,
han reconocido, amado y celebrado todo en el la fuerza viva, la alegría, la
juventud de un espíritu sensible y maravillosamente justo”. Entonces ¿Quién
tendrá la razón, la verdad sobre quien es verdaderamente Franz Kafka? Todos y
ninguno, me explico: naturalmente, una persona no puede ser juzgada solo por la
manera en que se expresa sobre el acontecer de su mundo, esto sería un
gravísimo error si lo diéramos por cierto, pues el hombre no solo se determina
por su hablar, escribir o pensar, el hombre es un constructo que se encuentra
en un constante proceso de evolución, puede ir de lo sublime a lo patético en
menos de un minuto, es capaz de acciones maravillosas así como de pensamientos
verdaderamente ruines, el hombre es devenir porque siempre esta en constante
cambio, y, si pensamos en esto, entenderemos que las relaciones interpersonales
que sostuvo Kafka, no siempre estuvieron recubiertas por las insatisfacciones
que menciona en sus libros, entenderemos entonces, que sus libros formaban
parte de un constructo que estaba en su intimidad, y que el trato con sus
amistades también reflejaba esa otra parte de lo que constituía a Kafka, a
saber: que Kafka era un hombre, con todo lo que ello implica.
Sin embargo, y una vez
entendido lo anterior, podemos pensar: ¿Qué hay que descubrir en los escritos
de Kafka, si entendemos claramente que no se puede descubrir totalmente al
hombre, dada su propia condición de ser en devenir? Bien, la respuesta no es
tan difícil de lo que se piensa, pero implica por sí misma una gran
profundidad, pues aquello que se trata de develar es su intimidad.
Para Sartre (en su obra
de teatro titulada: “A puerta cerrada”), la intimidad significa el último
espacio de libertad propio, por ello, el infierno se reduce al carecer de
intimidad, pues es una intimidad siendo conocida por todos y yo conociendo la
de los demás, lo cual me deja en un espacio donde yo ya no puedo ser para mí,
pero tampoco soy para los otros. El querer encontrar la intimidad del autor en
sus escritos es algo que ha fascinado a más de uno, sin embargo, la palabra
escrita permite, precisamente, crear un espacio de ocultamiento en aquello que
es más evidente, y por lo tanto, menos susceptible de ser investigado. Max
Brod, a propósito de los escritos de Kafka, menciona: “De un modo general, todos los que se han formado una imagen de Kafka
según sus escritos tienen ante los ojos una tonalidad esencialmente más sombría
que los que lo conocieron personalmente”. Aquí, debemos entender
propiamente que Brod está manifestando claramente lo que se venía comentando
anteriormente, que Kafka es un hombre que no puede ser reducido solamente a sus
escritos, que el trabajo de Kafka era para tratar de tender un puente de
entendimiento entre aquello que le aquejaba y los demás. Brod entendió esto a
la perfección, pero no fue lo único que entendió, también supo comprender la
situación a la que había sido sometido su amigo, que había sido desamparado a
la envidia y al juicio de aquellos que le leían (envidia por no poder entender
a Kafka, por no poder sentir plenamente, originariamente aquello que leían),
por ello fue que tomo la decisión de sacar a la luz los escritos póstumos de su
amigo, por ello se dio a la tarea de modificar algunos, porque entendió que
aquello que podía salvar a Kafka, era lo mismo que le había condenado, había
comprendido una cosa: “la palabra salva”. La única forma de salvar a su amigo
se encontraba en el ocultamiento que permite la palabra escrita.
La palabra
puede también encubrir debido a que puede malinterpretarse (sobre todo cuando
hablamos de cuestiones atemporales, que no se pertenecen), pero, en este
malentendido se da el encubrimiento de la intimidad del escritor, es una
palabra que salva y que se salva a si misma por que busca un destinatario,
porque busca ser interpretada pero que confiere la posibilidad de ser puente
entre dos personas, porque cuando se encuentra de forma verdadera, genuina,
original, confiere un mundo totalmente distinto ya que es el encuentro propio
de dos voluntades manifestándose, no de forma jerarquizada, sino de forma
horizontal. La palabra escrita puede salvar porque tiene la posibilidad de
esconder nuestra intimidad a la vez que muestra un espacio de entendimiento
ante el otro, la palabra salva no porque guarde la memoria del pasado, sino
porque en ella se encierra la posibilidad de redescubrir o redimensionar aquello
que nos caracteriza como humanos permitiendo que el enigma mismo que somos
nosotros siga velado en la oscuridad, así, dirá Blanchot: “¡Quien ha conocido a Kafka? ¿Por qué, pues, éste rechaza, por
adelantado, el juicio de sus amigos sobre el mismo?... ¿Por qué, cuanto más se
acerca uno a su corazón, parece que nos aproximamos a un centro desconsolado de
donde a veces surge un rayo punzante, exceso de dolor, exceso de alegría?
¿Quién tiene derecho a hablar de Kafka sin dar a entender ese enigma que habla
con la complejidad, la sencillez de los enigmas?