C
lunes, 19 de septiembre de 2011
¡El CREACIONISTA ABRE SUS PAGINAS!
El creacionista inaugura este espacio con el cuento: Un murmullo de arena del autor Itzul L. Vergara, quien nos cuenta una historia narrada desde un punto de vista inesperado
.
Asimismo invitamos a todos los escritores a que se sumen a este sitio, enviándonos sus textos del genero en el cual se desempeñen mejor como creacionistas, esperando sean publicados próximamente. Si tienen alguna duda o comentario agregenlo desde el blog o a la direccion de correo electronico :
elcreacionista_@hotmail.com
Encuentranos en Facebook y Twitter, esperamos sus opiniones
Les damos la bienvenida a este foro a todos los amantes de la literatura.
Alma Carbajal G.
Un murmullo de arena
El creacionista del dia : Itzul L. Vergara
Soy de alguna parte del olvido. Ahora camino por páramos desérticos donde las tolvaneras hacen tertulias, pierden carreteras y gente; aquí se viene a caer, o a levantar otra vida.
Hay crepúsculos hermosos, junto con silencios sangrando soledad y polvo. Los rostros se cuartean; las arrugas se ven más profundas. Es momento de aguardar atento a la vida, deseando que aparezca detrás de aquella reja roja; en aquélla nación.
Un boliviano, con la piel del color de la arena tostada, pequeño de estatura, anciano; me regaló unas monedas. Llevaba oraciones escritas en su playera de fútbol, ya partía a su país. No había logrado cruzar; se desanimó al saber que allá no había trabajo. Yo no podía dar marcha atrás: En el pueblo mis hijos se morían de hambre, tenía que luchar. Les prometí enviar dinero, mi pequeño Luís quiere ser futbolista. Adrián tal vez en estos momentos este empezando a caminar.
Sólo de los recuerdos saca uno fuerza para seguir andando, con el estómago vacío de varios días atrás. Dolores y punzadas constantes son lo que se debe soportar bajo este sol, sobre este adoquín, orilla de asfalto, color rojo, en donde sólo se ve desierto y más desierto, hasta parece que uno se puede ahogar con tanta arena. Pero siempre viene el rostro de los pequeños, y las energías se recobran. Soy como un barco que ya ha dejado escapar toda su alma. Y ahora en este tiempo de soledad puedo pensar en mi pueblo hermoso, pero siempre vacío, sólo quedan mujeres, niños y ancianos, pocos son los hombres que se quedan a trabajar en sus campos, las tierras ya no son fértiles. Los ancianos, llenos de ocio, se quitan los sombreros; y se sientan en sillas, fuera de su casa y contemplan las calles pedregosas, blancas. Mi padre con su rostro vacío murió en una silla, fuera de su hogar, pidiéndole al cielo que volviera la gente.
Recuerdo cuando pequeño, todos salíamos a las seis de la mañana a trabajar el campo, con el azadón y aquellos burros que ya murieron de viejos, como mi madre, como la mayoría de los ancianos. En aquél tiempo la población era mayor; en el parque central nos reuníamos los amigos, jugábamos canicas, enfrente había una pequeña tienda con mesas, en las cuales se sentaban los ebrios de siempre, bebían alcohol de caña, nos miraban jugar y recordaban su infancia.
Ahora no hay nada de eso, sólo polvo fino, que se va desgastando de esa piedra blanca que cubre las calles. Los niños se vuelven adultos antes de crecer. Las mujeres rocían todas las noches sus almohadas tratando de callar su soledad. Y yo quisiera volverme a mi pueblo, pero tengo que andar para que puedan desarrollarse mis pequeños.
Andar por estas tierras desérticas, en las noches se escuchan aullar los lobos. El pollero dice que ya pronto vamos a llegar. Ya pronto. Cuatro viajamos atrás de la camioneta. Uno de ellos es un hombre callado, se llama Luís. Todos estamos demasiado débiles como para derrochar energías en juegos, en palabras, tal vez hasta en silencios. El pollero de vez en cuando nos avienta dos burritos. Ya nos hubiéramos peleado como perros, por la comida, de no ser por Luís. Él nunca quiere comer.
Quién sabe cuánto tiempo llevamos de viaje. El desierto parece una incansable lucha de arenas. Ayer soñé a mi pequeño diciéndome: Mariano, Mariano, padre mío regresa. Y desperté con lágrimas secas en las mejillas. Luís era el único que tenía los ojos abiertos, y notó cuando me limpié. No se vaya creer usted que soy un débil, le comenté intentando poner un mohín de macho, de rudeza. Luís sólo volteó la cabeza miró por la única rendija donde entraba luz en esa noche, ignorando mi tristeza, llamando tal vez con sus recuerdos a su familia, y él me parecía tan familiar de a ratos.
Siento que llevo viajando años, años áridos, sobre esta camioneta, junto a estos sujetos, que, aunque parezca raro sólo conozco de nombre. Y ya quiero llegar al otro lado, para hablarles por teléfono a los de mi casa. Saber cómo esta mi mujer, mis hijos. Siempre sueño con ellos.
La camioneta se detuvo, parece que el pollero nomás se cansó. Ojala y no nos abandoné aquí, aquí en medio de la nada. Y estamos en el desierto, el primero en bajarse ha sido Luís, y lleva lágrimas en los ojos, parece que no le importa que lo vea llorando. Parece que no le importa demostrar su dolor, pero ¿Qué van a decir de él los muchachos? Ahora que lo miró bien se parece tanto a mi Luisito, pero no puede ser, mi Luisito apenas va cumplir los siete años.
Nos detuvimos frente a una cruz, en medio de la nada, y ahora no sé porqué miro sólo ese polvo fino, que se va desgastando, de esa piedra blanca que cubre las calles, en bruto. Y yo ya estoy mirando otra parte. El otro señor es más joven, y se parece, ahora si, mirándolo bien a mi Adriancito. Y me viene bien a la mente cuando me atropelló la camioneta, en este desierto, hace ya varios años. Miro mi cuerpo sangrando de las orillas, de la boca escupo sangre, mi cabello está completamente sucio y parece que la muerte es la que hace un festín conmigo, mientras todo el desierto baila una canción inagotable, con el viento, y yo me he vuelto un murmullo de arena. Lo único que quiero ahora es que ya no llore Luís.
Soy de alguna parte del olvido. Ahora camino por páramos desérticos donde las tolvaneras hacen tertulias, pierden carreteras y gente; aquí se viene a caer, o a levantar otra vida.
Hay crepúsculos hermosos, junto con silencios sangrando soledad y polvo. Los rostros se cuartean; las arrugas se ven más profundas. Es momento de aguardar atento a la vida, deseando que aparezca detrás de aquella reja roja; en aquélla nación.
Un boliviano, con la piel del color de la arena tostada, pequeño de estatura, anciano; me regaló unas monedas. Llevaba oraciones escritas en su playera de fútbol, ya partía a su país. No había logrado cruzar; se desanimó al saber que allá no había trabajo. Yo no podía dar marcha atrás: En el pueblo mis hijos se morían de hambre, tenía que luchar. Les prometí enviar dinero, mi pequeño Luís quiere ser futbolista. Adrián tal vez en estos momentos este empezando a caminar.
Sólo de los recuerdos saca uno fuerza para seguir andando, con el estómago vacío de varios días atrás. Dolores y punzadas constantes son lo que se debe soportar bajo este sol, sobre este adoquín, orilla de asfalto, color rojo, en donde sólo se ve desierto y más desierto, hasta parece que uno se puede ahogar con tanta arena. Pero siempre viene el rostro de los pequeños, y las energías se recobran. Soy como un barco que ya ha dejado escapar toda su alma. Y ahora en este tiempo de soledad puedo pensar en mi pueblo hermoso, pero siempre vacío, sólo quedan mujeres, niños y ancianos, pocos son los hombres que se quedan a trabajar en sus campos, las tierras ya no son fértiles. Los ancianos, llenos de ocio, se quitan los sombreros; y se sientan en sillas, fuera de su casa y contemplan las calles pedregosas, blancas. Mi padre con su rostro vacío murió en una silla, fuera de su hogar, pidiéndole al cielo que volviera la gente.
Recuerdo cuando pequeño, todos salíamos a las seis de la mañana a trabajar el campo, con el azadón y aquellos burros que ya murieron de viejos, como mi madre, como la mayoría de los ancianos. En aquél tiempo la población era mayor; en el parque central nos reuníamos los amigos, jugábamos canicas, enfrente había una pequeña tienda con mesas, en las cuales se sentaban los ebrios de siempre, bebían alcohol de caña, nos miraban jugar y recordaban su infancia.
Ahora no hay nada de eso, sólo polvo fino, que se va desgastando de esa piedra blanca que cubre las calles. Los niños se vuelven adultos antes de crecer. Las mujeres rocían todas las noches sus almohadas tratando de callar su soledad. Y yo quisiera volverme a mi pueblo, pero tengo que andar para que puedan desarrollarse mis pequeños.
Andar por estas tierras desérticas, en las noches se escuchan aullar los lobos. El pollero dice que ya pronto vamos a llegar. Ya pronto. Cuatro viajamos atrás de la camioneta. Uno de ellos es un hombre callado, se llama Luís. Todos estamos demasiado débiles como para derrochar energías en juegos, en palabras, tal vez hasta en silencios. El pollero de vez en cuando nos avienta dos burritos. Ya nos hubiéramos peleado como perros, por la comida, de no ser por Luís. Él nunca quiere comer.
Quién sabe cuánto tiempo llevamos de viaje. El desierto parece una incansable lucha de arenas. Ayer soñé a mi pequeño diciéndome: Mariano, Mariano, padre mío regresa. Y desperté con lágrimas secas en las mejillas. Luís era el único que tenía los ojos abiertos, y notó cuando me limpié. No se vaya creer usted que soy un débil, le comenté intentando poner un mohín de macho, de rudeza. Luís sólo volteó la cabeza miró por la única rendija donde entraba luz en esa noche, ignorando mi tristeza, llamando tal vez con sus recuerdos a su familia, y él me parecía tan familiar de a ratos.
Siento que llevo viajando años, años áridos, sobre esta camioneta, junto a estos sujetos, que, aunque parezca raro sólo conozco de nombre. Y ya quiero llegar al otro lado, para hablarles por teléfono a los de mi casa. Saber cómo esta mi mujer, mis hijos. Siempre sueño con ellos.
La camioneta se detuvo, parece que el pollero nomás se cansó. Ojala y no nos abandoné aquí, aquí en medio de la nada. Y estamos en el desierto, el primero en bajarse ha sido Luís, y lleva lágrimas en los ojos, parece que no le importa que lo vea llorando. Parece que no le importa demostrar su dolor, pero ¿Qué van a decir de él los muchachos? Ahora que lo miró bien se parece tanto a mi Luisito, pero no puede ser, mi Luisito apenas va cumplir los siete años.
Nos detuvimos frente a una cruz, en medio de la nada, y ahora no sé porqué miro sólo ese polvo fino, que se va desgastando, de esa piedra blanca que cubre las calles, en bruto. Y yo ya estoy mirando otra parte. El otro señor es más joven, y se parece, ahora si, mirándolo bien a mi Adriancito. Y me viene bien a la mente cuando me atropelló la camioneta, en este desierto, hace ya varios años. Miro mi cuerpo sangrando de las orillas, de la boca escupo sangre, mi cabello está completamente sucio y parece que la muerte es la que hace un festín conmigo, mientras todo el desierto baila una canción inagotable, con el viento, y yo me he vuelto un murmullo de arena. Lo único que quiero ahora es que ya no llore Luís.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)