El creacionista del día. Lupita G. Fass
 Tu  viuda y tus hijos se ven serenos, amables, con mucha fortaleza; no lloran, no  hablan, tampoco se mueven; están sentados al lado de tu madre y hermanos, quienes también se atragantan con lágrimas saladas y azules.  Azul tristeza; salada tu suerte.  
 Observo tu pálido rostro, rostro prohibido que por años acaricié.  El  alcohol te inflamó, pareces un cuerpo celeste, hinchado de borrachera, hinchado de dinero, hinchado de amor.  
― ¿Qué  hacías en esa ciudad? ― ¿Cuántas noches vagaste entre el juego y  el glamour?― 
Las máquinas tragamonedas irradiaban vivos colores, te llamaban con su tintineo, gritaban: "Apuéstame aquí, un dime, un quarter,  un dólar".  Los días se unían con las noches, igual que las  noches se unían con los días y  tú sin dormir. Apuestas en  una, después en otra, vas a la ruleta, luego al bingo, te sientas al póker y aquí es donde te cae el millón. 
Todos se preguntaban. 
            Todos te decían: ―trabajar es el secreto. Y tú: ―cállense,  pendejos.  
Afuera es verano, treinta y nueve grados centígrados; aquí en tu capilla todos me perciben, nadie dice algo. Con mi frío mortuorio a todos  envuelvo. Ninguno lo sabe, pero tú  y yo sí. Estamos casados, ahora nadie nos separará. 
Escuché tus ruegos, esa misma noche después del triunfo, antes del desposo me encontraste hermosa,  me invitaste a tu habitación; en  la soledad  nos abrazamos, besamos. Susurré a tu oído: baja al banco, deposítales el cheque. Ingeriste  unas gotas, esas gotas mágicas que te llevarían hasta nuestro nido. Por fin te aproximaste, fundimos nuestros cuerpos y te hice feliz.  
Eugenio, amor mío,  qué guapo te ves,  tu  traje de madera te sienta muy bien. Al fin lo logramos.  Mira las caras de tus deudos;  semblantes tristes,  miradas de  paz, vacías y , conformes con tu decisión, tranquilos de no volver  a ver  tu rostro envuelto de ansia.
 ¿Ansia de qué? 
 
