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lunes, 29 de octubre de 2012

EL JUEGO

El creacionista del día. Laura Leyva (La Musa Negra)





Allí estaba ella; dichosa y segura. Sentada como cada noche en el rincón más profano y oscuro de la taberna, en la misma mesa redonda que, cual fiel seguidor compartía el aspecto lúgubre que su ocupante.

Hacía ya un siglo que nadie se atrevía a retarla, pues era la mejor en el juego -es una tramposa-decían todos-saca ventaja aprovechando su condición. Lo cierto es que, haciendo uso de todas las armas inexistentes para la mayoría y con las artimañas de una vieja y sabia ladrona no había nadie que le pudiera ganar.

La enlutada dama observaba a todos como si sus ojos vieran por primera vez ese rutinario escenario dionisíaco. Con la mirada perdida, atrapada en el sueño de un mundo donde era amada y venerada sin señal alguna de repudio. Una voz interrumpió su cavilar taladrando su cabeza: -Te reto- decía la voz- escuchose de pronto un torbellino de carcajadas seguido de un sofocante silencio de la multitud que aguardaba la respuesta. -Acepto– dijo la experta, enlutada, temida y pálida dama de la mesa redonda-pero si yo gano, me darás tu vida como premio por mi triunfo, mas, si yo llegase a perder tú tendrás más peso en el universo y en las personas que yo- 
concentrada en cada jugada, fue moviendo todas las piezas con el arte y la gracia que la hacían sin duda la mejor. Quedaban ya pocas piezas, mas la tranquilidad de su oponente le desconcertaba, era como si el perder no fuera más que perder, un acto sin importancia, una situación efímera que se olvidaría al cabo de un parpadeo. Tres relojes de arena cayeron muertos ante los ojos inquietantes de la multitud y el tiempo, y poco a poco el gesto de aquél valiente y atrevido retador fue perdiendo el sello de tranquilidad que proyectaba en un inicio. 

Llegó así la jugada final y la muerte en su dulce egocentrismo pronunció en un grito esplendoroso de vanidad -¡Gané, soy la mejor, el mundo es mío y nadie puede ni podrá vencerme!- A su alrededor las caras eran de alegría, todos alzaban sus tarros y brindaban a la salud de la invencible dama blanca, mas solo un gesto de dolor reflejado en un vaso de agua; la agonía de la derrota seguida por un trágico silencio y el fin de su existencia.

La hoguera estaba encendida, ebrios de maldad y de poder los que quedaban en la taberna miraban fijamente esa imagen dulcemente tormentosa, pero al ver las llamas llegar a lo más alto del infierno, por un momento sintió compasión por aquél hombre que decía llamarse vida y por su honorable y valerosa acción al retarla a un duelo que sabía que no estaba en posibilidad de ganar. Luego regreso al cruel escenario, donde se escuchó un estrepitoso grito de dolor y un olor a fetidez que parecía agradar a todos los que allí se encontraban. Por último cenizas, solo eso quedó. 

Un siglo después continúa la enlutada mujer de vestido rojo sentada en su acostumbrada mesa redonda, donde aún espera a cualquier hombre que se haga llamar vida que se atreva a desafiar a la muerte, a pesar de saber que ésta se encuentra al acecho entre las sombras de la oscuridad.