El creacionista del día. Adán
Echeverría
Luisa acostumbraba
todos los viernes pasar al bar a escuchar música viva, beber cerveza, liarse
una plática interesante con cualquier tipo que tuviera el valor de enfrentar su
hermoso rostro de trigueña mexica, y rebanarle la espalda con la idea de algún
cambio en el porvenir más próximo. No era justo que este viernes la banda
presente fuera una fusión de música prehispánica y ritmos house.
― Pero qué diantre
están tocando,― escupió a sus vecinos en la barra del bar.
― No seas así,
abre tu espíritu hacia todos los ritmos.
― ¿No escuchas?;
es música de indios.
― No lo dices en
serio, ¿verdad?, ―carraspeó Fidel, hippie pacifista que se apunta como defensor
de cualquier causa, por más estúpida que fuera.― Deconstruir la música
prehispánica hacia nuevas versiones tiene que ver con recuperar las raíces.
―¿Cuáles raíces?,
tú, no te engañes. Esto es una ridiculez.
―Llamas ridícula
ésta música. Habrías de medir tus palabras. Qué, muy europea la niña, ¿no?
―¿Tienen que
vestirse con taparrabos y usar sintetizadores para ir adornando el ponchis
ponchis? ¡Y lo del palo de lluvia!, es una mamada, neta. ¿Cuáles raíces?
Aburrida pero sin
decidir terminar la cerveza y largarse de una buena vez, acariciaba el cristal
de la botella, ensimismada. Uno de los integrantes de la agrupación que daba el
concierto se acercó a la barra, sediento; se quitó el penacho, y con la cabeza
al rape enseñó un rostro y una figura que más que bien, a Luisa no pudo dejar
de agradarle.
La mañana
siguiente Luisa abrió los ojos temprano. Se miró desnuda en los espejos del
techo, y observó su cuerpo violentado, donde sobresalían marcas de dientes,
signos de la enorme y deliciosa batalla de amor que había librado.
― Hay que volver a
las raíces, ni hablar― y se mordía los labios mirando junto a ella, desnudo y
en todo su esplendor, al músico del penacho.