El despertador sonó y Ana abrió los ojos, siempre sucede lo mismo, cuando estás a punto de resolver misterios. Detrás de la ventana la vida se escapaba, una ambulancia lloró a lo lejos. “No quiero ir a la escuela”, pensó, mientras la velocidad de los autos se sincronizaba al ritmo de su corazón…
El nombre secreto de Ana era Ala de Nube, su pasaporte para entrar al mundo de los sueños. Todo empezó el día en que el duermevela la llevó a un bosque, donde escuchó el canto del Uirapurú, entonces, ella pidió un deseo, volar y construir castillos en el aire, donde la vida fuera como el canto de aquella extraña ave …
Tic- tac, tic- tac, Ana deseaba tanto crecer, y al mismo tiempo tenía la sensación de que algo se le esfumaba en cada año de vida, tal vez aquella ave, o tal vez los castillos de sueños que alguien parecía robarle.
Ala de Nube llegó una tarde a lo más profundo del bosque donde el abismo le abrió las puertas del viento sagrado, pero el elfo guardián de la magia, la enredó entre las ramas de las duda… “volar” es algo imposible, una locura que te hará caer hasta ser nada.
¿Cuántas veces despertó Ana?, ¿Cuántos elfos? ¿Cuántas dudas? Cuántas voces le dijeron que ser escritor no es para cualquiera? Que no hay como pisar en tierra firme, con una carrera productiva. Así fue como terminó por ser contadora y contó muchos objetos que pesaban tanto y detenían su vuelo…
Ala de Nube chocó mil veces contra los icebergs de la realidad, entonces lloraba hasta derretirse, pero al día siguiente el sol la llevaba de vuelta a las alturas.
Un día al amanecer Ana estaba por cumplir tantos años que había perdido la cuenta, o tal vez, había olvidado la mala costumbre de aprisionar el tiempo, o las personas, o los objetos, así que tiró la última pieza de porcelana que tenía por la ventana y la dejó en libertad. Afuera una higuera parecía morirse con el frío del invierno, “Ya volverán los higos”, le dijo su sombra. Para entonces ya había probado el sabor del amor, de los hijos, de la muerte, todas esos misterios que para entenderlos hay que dejarlos caer por la ventana y esperar su retorno. Entonces deslizó su silla de ruedas hacia la mesa donde la esperaba el abismo que la había llamado desde siempre, el secreto que la mantenía viva , la locura donde había encontrado la felicidad.
Tomó una hoja de papel y de sus huesos salió un fino polvo blanco como la arena, con el que empezó a construir nuevos castillos y se lanzó a volar una vez más por la escritura, esa magia que sólo entienden los que han vislumbrado el Aleph de Borges en el hueco de una sílaba, donde no existe otro reloj que la libertad de dejarse conducir por el viento como Ala de Nube.