El creacionista del día. Gerardo González Vázquez
Volaba
con sus brazos extendidos a pesar de estar cayendo hacia el suelo. Sentía que
todo había terminado, cerro y abrió los ojos varias veces pensando que podría
tratarse de un sueño pero en uno de esos intervalos unas palomas bajaron al
techo que poco a poco se hacía más pequeño. En cuestión de segundos recordó la
sucesión de eventos y sonrió antes de cerrar los ojos para siempre.
Cuando él comenzó a arremeter dentro de ella, ya
estaba muerta.
Su alma ya se encontraba en parcial libertad, solamente
esperando el momento de la dulce y completa liberación. Su cuerpo ya no sentía
dolor, ni desolación. No había más arrepentimiento ni depresión. Sus dolores
internos cesarían para siempre. La sangre entre sus piernas dejaría de emanar y
aquellos gemidos inconscientes solo eran un acto reflejo, carente de sentido
alguno.
Resiste.
Su cuerpo era como una muñeca de trapo. Aquél hombre lo
estrujaba, lo movía, lo agitaba, lo colocaba de la manera que a él mejor le
placiera.
Solo un poco más.
Finalmente su rostro estuvo contra la cama y sus manos
estuvieron al alcance de la almohada. La cama se hundía en sus rodillas y la
cadera comenzaba a lastimarle, sino fuera porque ya estaba muerta, aquello le
hubiera dolido aún más.
Como fue durante tantos años.
Soltó un grito. Sabía que aquello le hacía perder más aún
los estribos y que faltaría poco para que las manos de él se posaran sobre su
cuello y, atrayendo fuertemente su cuerpo hacia el suyo, se preparara para su
final.
La baba comenzaría a escurrirle por el cuello mientras sus
manos grandes, bofas y desconsideradas le presionarían sus pechos.
Trató de controlar pero aquello ya le comenzaba a doler.
Un poco más, ¿No
acaso ya estoy muerta?
Con otro grito ahogado aquel hombre le tomó por el cuello. Ahora.
Todo lo demás sucedió en cámara lenta, como si el tiempo se
hubiese querido pausar pero solo pudiese llegar a disminuir la velocidad del
pasar de los hechos. Sacó de por debajo de la almohada un pica hielos que por
la tenue luz de la noche y la falta de iluminación en el cuarto no pudo ser
visto hasta que fue demasiado tarde.
La espalda de ella se irguió y sintió la propia grasa de aquel hombre
embarrársele. El sudor de él parecía querer entrar por la fuerza dentro de la
piel de ella. Las manos de dedos gordos jalaron el cuerpo menudo hacía sí,
dándole a su saliva y a su lengua el festín que tanto deseaban.
Pero un grito rompió la costumbre.
La cálida y roja sangre de si mismo brotó del ojo derecho. El
estoque había resultado perfecto. Los músculos se tensaron y el movimiento paró.
La boca permaneció abierta unos segundos y después de haber dado ese grito de
asombro tortuoso, el cuerpo cedió completamente. Las manos quedaron rígidas
pero sin la fuerza que tenían anteriormente. Ella dejó desvanecer su cuerpo y
sintió como el peso de él caía sobre ella. Segundos después, sintió como era
invadida pero no le importó, pues a pesar de que unos líquidos
escurrían entre sus piernas, la calidez de la sangre sobre su espalda parecía
limpiar todo aquel asqueroso y repugnante sudor. Pero obviamente la sangre no
emanaba suficientemente bien.
Contorsionó su brazo lo mejor que pudo para retirar aquella
llave a la libertad y comenzó a enterrarla una y otra vez, tratando de zurcir
todo lo que aquél hombre había roto. Recordó cada una de las embestidas, cada
uno de sus dedos alrededor de su cuello, cada gota de saliva sobre sus hombres.
Cada gemido ronco dentro de sus orejas.
No supo cuánto tiempo había pasado, solamente se detuvo
cuando se sintió limpia a través de la sangre de aquel hombre que tanto daño le
había hecho. Reunió todas las fuerzas que le quedaban y clavó finalmente su
arma de la manera más humillante que pudo.
Abrió la ventana, subió al balcón y extendió los brazos una
vez que estuvo en el barandal.
Después brinco.
Si no fuera por el reporte del cuerpo en medio de la calle,
al subir al cuarto los oficiales hubieran pensado que el asesino había escapado
por la ventana. Los peritos ya se encontraban en ambas escenas, las sábanas ya
cubrían a ambos cuerpos y no había mucho que hacer.
―¿Qué cree que estaba pensando? ―preguntó para sí mismo el
oficial, a pesar de haberlo hecho en voz alta.
El perito miró por la ventana y vio un par de palomas
emprender vuelo desde el tejado de enfrente. ―No lo sé ―dijo mintiéndose a sí mismo
y al oficial, contestando una pregunta que no era para él y como si aquellas
palomas no hubiesen dicho nada.