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jueves, 21 de abril de 2016

RECUERDOS DE LODO

El creacionista del día. Gerardo González









Durante mi infancia quise ser tantas cosas, que al final,  no sé qué tanto fui o si siquiera algo fui. Como me sucede ahora.


No soy alguien que atesore con envidia y fiereza mi niñez y es que, la verdad, atesoro más mi juventud; específicamente atesoro muchísimo mi tiempo en la universidad. Pero no quiero que me mal interpreten, no odio mi infancia ni nada parecido.


Quise ser tantas cosas pero creo que, en aquel entonces, no tenía la fuerza suficiente para dar un paso más y de verdad convertirme en algo.  


Ciertamente la escuela se me daba y me gustaba – e inclusive en estos tiempos sigo pensando lo mismo –  aquella satisfacción de resolver problemas, el gusto por aprender cosas nuevas y sobre todo, escuchar historias.



Como dije anteriormente no es un odio u olvido consciente – y espero tampoco inconsciente – de la infancia sino que es un amor pasional y salvaje por mi juventud. Claro está que esto no significa que no tenga recuerdos preciosos de mi infancia, podría citar varios pero de entre todos ellos hay uno que me viene seguido a la cabeza.


Fuimos al rancho de un amigo de mi padre, ¿Qué edad tenía? No lo recuerdo, lo siento; quizás unos 6 años o menos. Mi padre decía que yo, en aquél entonces, tenía un sentido de orientación maravilloso – creo que aún tengo algo de él – reconocía los caminos y lugares para dónde íbamos con tan solo andar un poco en ellos. Claro que aquello generaba la situación de que si tomábamos un camino, que no conocía,  me ponía nervioso e inclusive había veces que me ponía a llorar. Incluso ahora, aun me estresa enormemente perderme mientras manejo, algo que seguro es un reflejo de mi infancia.


 Como les decía, fuimos al rancho de un amigo de mi padre y ahí, por alguna razón que desconozco, mi padre me llevo a jugar con los borregos – los pequeños claro – que había en el lugar. Antes de continuar debo aclarar que mi madre no dejaba que me ensuciase y me mantenía siempre con ropa limpia. Siempre había cambios de ropa en el coche para cualquier emergencia. Algo que ahora pasó a ser todo lo contrario,  puesto que no soy tan escrupuloso en  la limpieza de mi ropa y a veces hay que darle dos vueltas a los calcetines;  pero bueno, dado que era solo una nota para entrar en contexto, prosigamos.



Obviamente podrían imaginarse el lugar donde estarían los borregos, un lodazal en el cual caminaban, pastaban – y cagaban – o simplemente se echaban. Al llegar ahí me impresioné tanto con los animales,  que corrí hacia ellos muy contento, algo que quizás incomodó a los pequeños borregos y provocó que me recibieran con un buen par de topes. La escena no viene a mi tan nítida,  pero quiero acompañarla con una cara de sorpresa por parte de mi padre,  y de su amigo al verme caer y no romper en llanto. Cualquiera pensaría que después de recibir un pequeño tope un niño se pondría a llorar,  pero lo cierto es que yo comencé a reírme, a reírme a carcajada suelta. Después de tanto reír, me levanté nuevamente y me lancé a darles de topes a los borregos. Ya imaginarán como terminó la cosa.




Al entrar a la casa del amigo de mi padre, donde se encontraba mi madre, la pobre pegó el grito en el cielo, regañó a mi padre y a su amigo – seguro que a mí también pero esa parte esta o bloqueada o borrada de mi mente–  y se dispuso a limpiarme y cambiarme.




Jamás regresamos a aquél rancho.


Pero la impresión que hizo huella en mi fue muy profunda. Quiero creer que desde aquél entonces,  siempre ha pasado por mi mente la idea de tener un ranchito con algunos animales.




Al final son las vivencias en nuestra infancia, las que dejan una gran huella – a veces inconsciente otras conscientemente – en nuestra vida. Tan grande y profunda es la huella,  como seguramente lo fue mi silueta en el suelo lodoso de aquél rancho, donde unos borregos vieron interrumpida su calmada rutina,  cuando un pequeño niño de sonoras risas se lanzó con toda la fuerza que puede tener un niño de esa edad a darles de cabezazos.