Durante mi infancia
quise ser tantas cosas, que al final, no
sé qué tanto fui o si siquiera algo fui. Como me sucede ahora.
No soy alguien que
atesore con envidia y fiereza mi niñez y es que, la verdad, atesoro más mi
juventud; específicamente atesoro muchísimo mi tiempo en la universidad. Pero
no quiero que me mal interpreten, no odio mi infancia ni nada parecido.
Quise ser tantas
cosas pero creo que, en aquel entonces, no tenía la fuerza suficiente para dar
un paso más y de verdad convertirme en algo.
Ciertamente la
escuela se me daba y me gustaba – e inclusive en estos tiempos sigo pensando lo
mismo – aquella satisfacción de resolver
problemas, el gusto por aprender cosas nuevas y sobre todo, escuchar historias.
Como dije anteriormente
no es un odio u olvido consciente – y espero tampoco inconsciente – de la
infancia sino que es un amor pasional y salvaje por mi juventud. Claro está que
esto no significa que no tenga recuerdos preciosos de mi infancia, podría citar
varios pero de entre todos ellos hay uno que me viene seguido a la cabeza.
Fuimos al rancho de
un amigo de mi padre, ¿Qué edad tenía? No lo recuerdo, lo siento; quizás unos 6
años o menos. Mi padre decía que yo, en aquél entonces, tenía un sentido de
orientación maravilloso – creo que aún tengo algo de él – reconocía los caminos
y lugares para dónde íbamos con tan solo andar un poco en ellos. Claro que aquello
generaba la situación de que si tomábamos un camino, que no conocía, me ponía nervioso e inclusive había veces que
me ponía a llorar. Incluso ahora, aun me estresa enormemente perderme mientras
manejo, algo que seguro es un reflejo de mi infancia.
Como les decía, fuimos al rancho de un amigo
de mi padre y ahí, por alguna razón que desconozco, mi padre me llevo a jugar
con los borregos – los pequeños claro – que había en el lugar. Antes de continuar
debo aclarar que mi madre no dejaba que me ensuciase y me mantenía siempre con
ropa limpia. Siempre había cambios de ropa en el coche para cualquier
emergencia. Algo que ahora pasó a ser todo lo contrario, puesto que no soy tan escrupuloso en la limpieza de mi ropa y a veces hay que darle
dos vueltas a los calcetines; pero
bueno, dado que era solo una nota para entrar en contexto, prosigamos.
Obviamente podrían
imaginarse el lugar donde estarían los borregos, un lodazal en el cual
caminaban, pastaban – y cagaban – o simplemente se echaban. Al llegar ahí me
impresioné tanto con los animales, que
corrí hacia ellos muy contento, algo que quizás incomodó a los pequeños
borregos y provocó que me recibieran con un buen par de topes. La escena no
viene a mi tan nítida, pero quiero
acompañarla con una cara de sorpresa por parte de mi padre, y de su amigo al verme caer y no romper en
llanto. Cualquiera pensaría que después de recibir un pequeño tope un niño se
pondría a llorar, pero lo cierto es que
yo comencé a reírme, a reírme a carcajada suelta. Después de tanto reír, me
levanté nuevamente y me lancé a darles de topes a los borregos. Ya imaginarán
como terminó la cosa.
Al entrar a la casa
del amigo de mi padre, donde se encontraba mi madre, la pobre pegó el grito en
el cielo, regañó a mi padre y a su amigo – seguro que a mí también pero esa
parte esta o bloqueada o borrada de mi mente– y se dispuso a limpiarme y cambiarme.
Jamás regresamos a
aquél rancho.
Pero la impresión
que hizo huella en mi fue muy profunda. Quiero creer que desde aquél entonces, siempre ha pasado por mi mente la idea de
tener un ranchito con algunos animales.
Al final son las
vivencias en nuestra infancia, las que dejan una gran huella – a veces
inconsciente otras conscientemente – en nuestra vida. Tan grande y profunda es
la huella, como seguramente lo fue mi silueta
en el suelo lodoso de aquél rancho, donde unos borregos vieron interrumpida su
calmada rutina, cuando un pequeño niño
de sonoras risas se lanzó con toda la fuerza que puede tener un niño de esa
edad a darles de cabezazos.