Las cinco y, como tú, son miles que por todos
lados corren a saturar las oficinas. Visten la misma ropa ajustada, las botas
industriales y el mismo corte de cabello al rape; van y vienen por las calles y
avenidas; dentro de los túneles, en los elevadores, adheridos al calor de los
amaneceres; corren hacia el trabajo pero con la mente, igual a ti (al menos
siempre lo has sospechado), en el deseo que su turno concluya sin sobresaltos.
Cuando comienza el día te das prisa porque los
relojes siempre se adelantan. Necesitas escuchar el acostumbrado zum del láser
al deslizar la tarjeta, que te recuerde que sólo eres alguien más a enfrentar
su ineficiencia.
Despertares amodorrados en que los noticieros de
la televisión empiezan puntuales (cuatro de la mañana). Servir el desayuno en
esta oscuridad que retrocede. Células desprendidas por el vaporizador y salir
hacia el trabajo. Cumples la rutina con exactitud, necio ante la idea de que
ella pueda enterarse: has cambiado, recapacitas sobre tus ideas que la
consumieron en esa angustia de perderte. Ese sentimiento corriendo por el
sueño: despertaba a intervalos, sudorosa, presa del pánico porque te quitaras
la vida. Ella no está más en casa, ni en la cocina ni dentro del vapor que exhala
el cuarto de baño. La noche se mantiene pero, en el horizonte, esa blancura
anuncia la mañana.
Miras las mujeres a tu alrededor, y reniegas ante
los colores tristes que el gobierno les permite vestir. Recuerdas los días de
juventud, cuando todo era un despuntar de curvas, prepararse a soportar el
deseo en las pieles agitadas; ellas enarbolando, sin censura, el centelleo de
la moda. Sonríes por el recuerdo de los errores a que se dejaban arrastrar
cuándo, sin complejos, abarrotaban las discotecas ávidas de explorar el mundo.
Qué mejor sitio para perseguir y sitiarlas como presas de tiro. En los
corredores de la disco, los hombres bebiendo y fumando mientras traman la
celada. Que diferencia con las actitudes feministas de ahora, cuando las
mujeres que desean procrear acuden a los bancos de semen a diseñar el modelo de
hijo que quieren tener. Someterse al implante, y esperar. ¿Dónde quedó la
algarabía del recorrer las pieles, la sudoración de los jadeos?
La viste reír en un rincón apenas iluminado de la
discoteca. Bebías, solitario, en la barra. Los ritmos y el juego de los láseres
chispeando sobre los espejos y las cabelleras ondulantes. Una luz platinada
mostrándote su faz, la cuadratura de su cara, nariz pequeña; esa redondez de
ojos remarcados por el maquillaje. Los medianos labios pintados de negro. Ella
igual te miraba mientras carcajeaba por alguna broma. Un remolino circuló tu
pecho y salió por los ojos cuando leíste en la distancia aquel Hola repentino.
Continúas junto a las mujeres de este día en que todo
parece tan lejano e ilusorio. En el sonido ambiente dictan la hora: cinco y
diez minutos; otra vez la música instrumental de la programación diaria. “Ni
colores en la ropa ni excesos en los decibeles, para manejar los impulsos del
carácter hay que dominar los pensamientos”. Les miras las piernas, los senos
oprimidos, ¿dónde la coquetería de antaño?, la piel al natural y los rostros
áridos. Sabes que en alguna guardería han quedado sus pequeños a enfrentar su
propio mundo, sin imaginar los cambios que acentuará el tiempo en sus vidas.
“Cómo quieres que piense en tener hijos, no te das cuenta que están hurtando
las emociones”. Quizá debiste acceder a su petición y depositar el semen en el
banco, o al menos mostrarte interesado en construir una familia. Tal vez todo
hubiera sido distinto.
Nunca estuviste de acuerdo con ella cuando dijo
que se apresuraron a compartir casa, aunque quizá tuvo razón. Tenían planes
diferentes: ella y sus clases de yoga, voluntariados, servicios en la iglesia,
el tai chí de todos los días; mientras tú disfrutabas pasar el tiempo en el
campo, ofreciendo proyectos a los comuneros, recorriendo las veredas donde el
olor a hierba húmeda se trepaba a las botas y los pantalones, era mejor que
permanecer pegado al escritorio de la oficina entre paredes blancas y cajas con
papeles de archivo rodeándote.
No te enojó que persiguiera cuanto mecanismo de
autoayuda le sugirieron. Al principio la idea era aceptable; la habías conocido
como chica disco y ahora recuperaba el tiempo “buscando el interior de su alma”
como solía decirle a sus prolongadas meditaciones. Al menos no tendrías que
regresar a esos lugares que nunca fueron de tu agrado. Muchas veces has
imaginado que quizá sólo acudiste a la discoteca, esa única vez, porque tenías
que encontrarla.
Nada hubiera ocurrido si no le hubiesen dado ese
trabajo en el gobierno para impartir capacitación sobre la unificación de los
procesos para alcanzar la extrema calidad de los trabajadores. Todos los días
hablando de la importancia de las igualdades, documentar cada una de las
acciones de los empleados. Aplicaba esas filosofías de procedencia japonesa
hasta en cuestiones caseras, que si el seido para tal cosa, el seiketsu debe
prevalecer en armonía, hasta cuando vas a entender que el seiri nos ayudará a
planear mejor nuestras actividades. Era castrante tanto orden recién
establecido. Sin embargo, nunca la viste tan plena.
Ya no cabe más gente en los vagones. Se realizó la
última parada y enfilamos hacia el centro de la ciudad. Aprietas los dientes
para no gritar y cuentas números impares hasta el quince, mientras respiras con
lentitud, debes acostumbrarte a olvidarla. La voz electrónica del sonido
ambiente señala las cinco treinta; tu reloj marca cinco veinte, esa manía de
robarse los minutos. El gris de los trajes sastre cruzando a tu alrededor
ensucia la claridad del amanecer.
Esta soledad te consume. Con esto de las
igualdades, desde que ella decidió partir, tuviste que acostumbrarte al sexo en
la intranet. No quedan sitios para el esparcimiento, y las aglomeraciones
lúdicas son tan vigiladas cómo para que pretendas escapar a un antro a ver qué
pasa. Siempre de por medio los ordenadores y la señal del satélite si quieres
alcanzar el orgasmo.
Alguien enciende un cigarro y las alarmas se
activan. Adelantas la nariz para inhalar un poco y gozar la rebeldía de algún
extraño que no tardarán en encontrar para darle un escarmiento. El bajo mundo
continúa su mercado negro de tabaco y a veces te gustaría infiltrarte con estos
revolucionarios, pero nunca has tenido el suficiente coraje. Ella vuelve con
esa delgadez tirana, esas manos como vidrios, el amarillo en los dedos, su
aliento fétido a tabaco. Los días de asueto sólo despertaban para hacerse el
amor y fumar cigarrillos. Compartías todo con ella, era tuya hasta que se la
tragó el sistema y se fue, te abandonó porque no querías ceder a dejar tu
independencia por el futuro que proponía el gobierno recién electo.
Los miles de transeúntes con sus ya gastados
buenos días, arrojados sin ánimo, te hacen sentir como un personaje de esos
artículos de las revistas mormonas que ella acostumbraba leer, donde podía
verse gente, en algo parecido al paraíso cristiano, hermanada “hasta con las
bestias”, pero en esta realidad, con los rostros pendientes de ignorarse unos a
otros en el colmo del protocolo establecido, tal vez porque todos caminan con
miedo y prisa.
Es verdad que en ocasiones, ella y tú, coincidían
sobre lo hermoso que era despertar juntos, llenar de aire los pulmones,
palparse, saberse vivos y con el entusiasmo de no ceder ante las imposiciones
sociales. Por eso cuando comenzó con lo de “sólo significar una parte en el
proceso”, aturdido ante el cambio que comenzaba a operar en su comportamiento,
quisiste imponerte aduciendo: “de esa forma se deja de Ser uno mismo para ser
la pequeña parte de un todo”. Quién diría que junto con los compañeros, de la
logia que frecuentaba, lograrían plasmar esas ideas en la ciudad, que serían
puestas en práctica. Peor aún, cuando el partido que formaron ganó las
elecciones y se dictaron las leyes que nos tienen en este mundo artificial
privado de individualidades.
En el fondo no has dejado de resistirte. No
quieres aceptar esta fantasía utópica de poner todo en manos de la tecnología y
los valores preestablecidos: “Nos ha tragado el sistema, los cerebros están
vacíos porque todo lo resuelven las máquinas”, te quejabas apenas la oías
llegar a casa. Y cómo tú, los rebeldes son solitarios que deambulan en el
anonimato, nadie puede reunirse con otro fuera de las oficinas o los lugares públicos.
Cada quien en su lucha interna.
Tu reloj marca las cinco cuarenta y cinco.
Deshaces los recuerdos mientras caminas rumbo a la oficina. Ella estaría
orgullosa de verte acomodado al sistema, por eso la odias, y a ti por que nada
puedes hacer.
Ante los primeros triunfos de su partido, ella se
entusiasmaba y no podías compartir esa alegría. “A costa de qué...”
sentenciabas. Apenas asumieron el poder, las cosas fueron cambiando
drásticamente. No más viajes al campo. Pasar las horas adherido a un monitor. Tener
que compartir el escritorio. Cada día hace falta deslizar la tarjeta y dejar
que un sensor te lea la pupila para que la computadora compruebe tu asistencia
y las puertas del edificio deslicen permitiéndote el paso. En el turno que te
toca cubrir contestarás correos electrónicos para satisfacer las demandas de
algún consumidor situado en cualquier punto de la ciudad. Pero esta mañana al
llegar al trabajo te percatas de las adecuaciones: se preparan para recibir
nuevos empleados. Las cinco cincuenta y ocho cuando deslizas la tarjeta de
registro.
Con los proyectos de automatización del campo, que
se han estado promoviendo en este régimen, todos los poblados se han abandonado
y la gente viene a radicar a la capital. En lo que eran los pueblos, se han
levantado bodegas para almacenar los productos que van a exportase. En
fotografías que llegan por correo, o en los noticieros, has visto las cúpulas
doradas de los laboratorios para la clonación de esos conglomerados de células
que sirven para el alimento; invernaderos y jardines de hidroponía surten los
mercados.
- ¿Cómo no puedes estar de acuerdo con el sistema?
- Nada es natural. Nos arrastran hacia lo
inanimado.- No consigues olvidar la repetida discusión. - Esto de recluir a
todos en las ciudades.
- ¿Y quién querría ir al campo, si en la ciudad
puedes encontrarlo todo? Qué la naturaleza se quede ahí. Nosotros vivamos esta
civilización en qué alguna vez teníamos que desembocar- ella remataba en el
hartazgo.
A veces piensas que la necedad hizo que ni uno de
los dos cediera. Pero ante el aparato burocrático que dicta el ritmo de vida
actual, sabes que ella tiene las de ganar, es parte primordial del nuevo estilo
de vida. En cambio tú, no eres más que un disidente fracasado. Con su partida,
un aniquilante vacío creció en la mente.
La mantenías en constante congoja al vivir con un
hombre con el cual no compartía ya ni un ideal. Se la pasaba siempre
entristecida porque buscabas pretexto para sentirte mal, hasta que se hartó de
tu nostalgia.
Hoy tu tarjeta no activó el dispositivo que te
permite entrar. El edificio sigue creciendo con las adecuaciones y no sabes
dónde acudir a solucionar el problema. Rompieron las paredes para acomodar a
los de reciente contratación, más de cinco mil personas.
Caminas por diversos corredores en busca de una
ventanilla para avisar la imperfección de tu tarjeta. Has dado tu número una y
mil veces por el telefoto. “Debe haber un error” te dicen “Nunca había pasado.
Son tarjetas irremplazables que no caducan”. Ocho y cuarto. Los minutos te
atraviesan y el sensor activando a otros empleados.
De pie junto a la ventanilla de control y
evaluación, te sientes herido por los rostros de los demás empleados que
cruzan, ignorándote.
- Jamás había sucedido- nueve y media.
Sentado en el rincón del
cuarto de entrada, todos los relojes te miran. Los días son los mismos hombres
y tú sigues esperando que concluya la búsqueda en la memoria del ordenador.
Todas las fotografías con
el mismo traje y corte de cabello. No van por el cincuenta por ciento de la revisión
de la base de datos cuando otro grupo de hombres llega a comenzar su labor. Son
las diez en punto. No te has presentado a cumplir tus obligaciones y es hora de
partir a casa para el almuerzo.
- En tu bandeja dejaron
este sobre para ti – te dice el compañero de escritorio y guardas el papel en
la bolsa trasera del pantalón.
Se activaron las impresoras por que no estuviste
para contestar tus correos.
- No tiene caso esperar, nos pondremos en contacto
con usted.
De nuevo hacia las calles desiertas del centro de
la ciudad. Diez quince. Apenas de vez en cuando cruza un carro. Han
desmantelado los semáforos confiando en la capacidad de civismo de los
automovilistas.
Regresas a casa. Los empujones de la gente te
impulsan hacia dentro del vehículo público. En el sonido ambiente las noticias
sobre los nuevos trabajadores que llegaron temprano a la ciudad, movidos por la
idea de las mejoras que se producirán en su vida que el gobierno, con toda la
maquinaria publicitaria, se ha encargado de inculcar en las conciencias.
Piensas en esos pueblos fantasmas, que no volverás a mirar.
“La aglomeración es responsable del bloqueo en el
sistema”, piensas, “han comenzado los errores, y tú no me creías; ahí tienes tu
sistemita comenzando a caerse”. Pero ella está muy lejos para escucharte.
Piensas en todas las tarjetas que habrán fallado este día. Quieres disfrutar el
triunfo.
Quién iba a imaginar que llegaría este momento,
ver caer esta pesadilla de igualdades. “Tendrán que extenderme otra tarjeta con
un nuevo número. Seré diferente a todos éstos seres que me rodean”.
Once treinta. Ya en casa, te desnudas, dejando la
ropa regada por el suelo, y entras al vaporizador. Descubres el sobre que
contiene el papel impreso.
Comienzas a rasurarte la barba del medio día.
El espejo empañado; le echas agua pero ni así
logras ver tu imagen nítida.
Sientes mareos.
El teléfono se ha encendido: Le informamos que la
computadora ha terminado (el vapor te ahoga y sales del baño) la búsqueda en la
base de datos de los trabajadores del Estado (caes junto a tus pantalones, y te
llevas las manos a la garganta por el olor que raspa; vomitas y te revuelcas
sobre tus ropas); su fotografía y datos personales no aparecen entre nuestros
afiliados (alcanzas a ver el sobre, lo rompes con los dientes y sacas el
papel); no es necesario explicarle que en este país la seguridad es inviolable,
y no entendemos de dónde obtuvo esta tarjeta que no concuerda con la lectura de
su pupila; y por la protección de nuestros conciudadanos (miras el contenido, y
alcanzas a leer los caracteres:) no necesitamos gente que intente violar los
estatutos y leyes que nos brindan paz (Lo siento, si no estás con el sistema
estás en contra). Terminas de leer cuando la fuerza abandona el cuerpo. Ya
inmóvil, la imagen de ella, sentada bajo la luz, en ese rincón de la discoteca,
se apodera de tu mente y el reloj pulsera por fin se detiene.