El creacionista del día. Nicholas Gutierrez Pulido
Un
leve murmullo vencía al torrente de brisa. Zumbido de mosquito. Sobre hojarasca,
la hoja seca dio vueltas. Y era más grande el nido de calandria. Sus
pensamientos iban lentamente regresando a la cabeza. Se percató con dificultad
de dónde estaba y quién era. Ignoraba el tiempo transcurrido y de momento no
podía ubicar ni el día de la semana o la hora. Aquella meditación se había
prolongado demasiado. Abelardo tardó mucho en salir del cobijo de la sombra del
sauce llorón. Su equino no se había movido y pastaba tranquilo, como si tan solo
hubiera pasado un minuto. Recordó entonces que cuando la mente estaba en blanco,
cien años podían caber en un instante.
Se
acercó a la tranca para desenfundar su revolver Colt Peacemaker, colocando el índice entre disparador y guarda monte. Empezó
a hacer que el arma girara. Después la descolgó por los demás dedos en sucesión.Repitió
la operación hasta sentirlos otra vez ágiles. Luego movió los pies hacia
adelante y atrás para desplazarse a lo largo de la tranca, mientras hacía la
acción de subir y bajar el arma con ambas manos. Entonces colocó la izquierda a
su espalda y con el mismo ritmo de pasos, hizo girar la pistola con la derecha. No
terminó hasta sentirse satisfecho. Montó el caballo para dirigirse a Montecinos.
El
caporal escribía y tachonaba números en una libreta a la sombra del zaguán.
Cuando Abelardo le saludó, el hombre contestó sin quitar los ojos del papel.
– ¿Cómo te llamas? – preguntó.
–Abelardo
Rodríguez pa servirle señor. Vengo porque en Cempoaca me dijeron que Don Gerardo Támez quería gente.
–¿De
dónde eres?
–De
Tlahuapa. – Al oír eso, aquel rostro se fue volviendo con lentitud al
interlocutor. Abelardo trató de adivinar las sombrasque sus ojos reflejaban.
Quiso pensar que, en su mente, pasaban las imágenes de un casco de haciendo en
llamas; de graneros y tapias con incrustación de balas y quizás; de un hombre,
en vida noble y respetado, colgado de un árbolfrente a las cenizas de su feudo.
El caporal adoptó una expresión de conmiseración y sorpresa.
– Es cierto, necesitamos hombres. Desde que empezó
esta guerra. Se han estado iendo.
Entonces Abelardo escuchó rumor de caballos. En el
potrero, frente a la tapia perimetral, tres jinetes arriaban un novillo. El más diestro era un hombre que vestía
chaleco y pantalón de jerga roja y negra. Tenía un sarape colocado bajo la
montura al estilo antiguo. Los vaqueros
intentaban la terna, siendo aquel hombre el que logró la parte más difícil:
sujetar las patas traseras. En cuanto terminaron de atar el novillo, se
dirigieron al portón de la hacienda, alertados ya de su presencia.
El
hombre diestro, sin bajar del caballo, se dirigió a él. Abelardo pudo apreciar
su rostro de mejillas hundidas, la barba incipiente, el abultado bigote y la ausencia del ojo
izquierdo. Era tuerto.
– Forastero ¿Quieres trabajar en Montecinos? Pos aquí
solo entran hombres de verdad.
–¿Tienes
vieja? – preguntó el caporal. Abelardo solo negó con la cabeza.
–El
charro sin su mujer, muy poquito ha de valer – dijo el hombre diestro. Los
demás rieron en tono de burla.
Abelardo
respondió – En el paisaje de primavera, no hay mejor ni peor. Las
ramas que florezcan crecen naturales,algunas mucho,
algunas poco.
El
caporal, con una sonrisa maliciosa, se dirigió al diestro. –¡Qué bonita piedra
pa darse un tropezón!
Más
Abelardo agregó – No busques la verdad, sólo deja que te abriguen
opiniones.
El tuerto apoyó su brazo en el cabezal, a fin de examinarlo con
detenimiento.
–Haber
si eres bueno. ¡Anda! ¡Lázate esa!– Y
señaló un novillo que pastaba a media legua. Uno de sus hombres, desde su caballo,arrojó
una reata a sus pies. La miró por unos
momentos sin responder. Caminó a su caballo y partió de la hacienda.
Tomó
el camino a San Manuel. Al llegar al rio Suchiate decidió detenerse. Se quitó
la ropa y se paró bajo la cascada, cerrando los ojos durante varias horas.
Al
pasar por el pueblo, decidió detenerse en un estanquillo. Vio que los arrieros
llegaban con morunas, por temor, decidió
llevar la suya. Buscó mesa y pidió un pulque. Antes de que la moza le llevara
el tarro, se percató de que, al fondo, había un grupo de doce gentes
departiendo con pulque y tequila. Algunos llevaban el uniforme del ejército
federal, posiblemente desertores. Rodeaban a un hombre de lentes y barba de
chivo, también de uniforme, que parecía ser el líder. Cuando el tarro estaba ya
en su mesa, un hombre de calzón de manta y camisa de lana, entró al lugar. Al
pasar junto a Abelardo, lo saludó muy respetuosamente con el sombrero. Luego él
se concentró en su bebida.
Habían
pasado unos minutos cuando oyó gritos e improperios venir del rincón. Reconoció
al tuerto de la hacienda, que en esta ocasión, con ayuda de un cómplice,
amenazaba al hombre que lo había saludado. Le exigían dinero. Abelardo advirtió
que la víctima sólo acertaba a decir
frases sueltas en náhuatl. No sabía castellano. Se levantó de la mesa.
–¡Déjenlo!
–No
te metas. No es tu asunto.
–¡Claro
que me importa! ¡Cobardes! ¡Son dos contra uno! Además no lleva arma.
El
tuerto se dirigió a él con la moruna al cinto. Se quedó mirándolo fijamente.
–¡Te
largas de aquí o hago que te arrepientas de haber nacido! – Gritó en la cara de
Abelardo, pero éste percibió sus intenciones. Con la mano en la que sostenía la
moruna todavía enfundada, hizo presión con el pulgar sobre el mango. Entonces las
mozas del estanquillo gritaron. Manchas de sangre se proyectaron en la
empalizada. Un cuerpo caía con una línea roja trazada en el abdomen. El
vencedor, sin limpiar la cuchilla, volvía a introducirla en su funda. El compañero hizo la acción de desenfundar el
revólver,no obstante cayó muerto con la mano aún en el carcaj. Uno de los
hombres de la mesa grande se levantó, sacó su arma para disparar al vacío y caer
también mal herido. Los demás se quedaron de pie, con las manos separadas del
cuerpo y sin saber qué hacer. Les sorprendía, no sólo su manera de tomar la pistola,
con las dos manos, sino también sus movimientos de gacela. Imperceptibles.
Abelardo,
caminóal líder sin dejar de apuntar.
–¿Usted
quién es?
–Soy
Venustiano Carranza. Comandante de la División del Noreste.
–Ese
canalla era suyo. ¿Verdad?
–Su
nombre era Elpidio Velásquez. Y era un espía a mis ó rdenes.
–¿No
le suena a usted el nombre de Lorenzo Garza? Era el hombre más noble que he
conocido. Era como mi padre. Pero está muerto. Y los suyos. También están
muertos. Una partida de sus tropasles cortó la vida.
–Por
lo que mis hombres hayan hecho, lo siento. Lo siento mucho. Sólo le puedo pedir
disculpas. – Entonces Abelardo dejó el arma sobre la mesa, frente al
comandante.
–A
usted lo han deshonrado sus hombres. Si usted es hombre honorable de a verdad,
tome el arma y dese un tiro. Asuma lo que su gente hizo. Hace ya mucho tiempo,
un hombre sabio dijo: que aunque uno no valiese nada y fuera torpe, sólo sería
digno de confianza con la pura determinación de tener la mente centrada en su
patrón.
Abelardo
dejó la estancia sin que nadie se lo impidiera. Montó el caballo para proseguir
su camino.