–
¡Adiós a las armas! – Gritó el soldado. Lanzó su ametralladora contra la enorme
roca que estaba a su lado y se inclinó hacia el frente para levantar al soldado
del ejército enemigo, quien yacía malherido en el suelo abandonando todo su
dolor en la tierra marcada por la pólvora y la sangre. Los fragmentos de roca que emergían de
las explosiones golpeaban su espalda y su rostro desnudo. El calor dentro del
campo de batalla era tanto como el infernal encierro dentro de un horno al rojo
vivo.
Apoyó
la cabeza del soldado en su brazo izquierdo y con su mano derecha presionó la
herida de bala situada en el costado izquierdo del hombre. Asegurándose de que
su enemigo se encontraba mejor, lo levantó y lo apoyó en su hombro, pasando el
brazo del herido por detrás de su nuca y sosteniéndolo por su espalda. Entonces
se dispuso a salir de ahí para llevar al hombre a un lugar seguro. Con la mira
de llegar al otro extremo de la barrera que el bosque había formado con rocas y
troncos, avanzaron entre las balas que pasaban como una lluvia negra de un
horizonte a otro. De pronto, la fuerza le abandonó el cuerpo y cayó tratando de
salvar al soldado enemigo. La gloriosa y tan anhelada victoria comenzaba a
proteger a sus patriotas, pero no a su objetivo. Una herida en su espalda le
hizo arrodillarse al lado de su protegido y la luz desvaneció en sus ojos
despavoridos.
Al final, el destino le había cobrado su acto.
.
– Dime, hombre
de guerra ¿Qué te dio valor para desafiar a tus superiores y a tu nación cuando
intentaste salvar al enemigo?
El soldado lanzó
un par de parpadeos ligeramente confundidos antes de que abriera los ojos y se
viera a si mismo tirado en medio de un bosque. Buscó entonces el origen de la
voz que lo había despertado. Miró hacia su izquierda y aun con la vista nublada
alcanzó a distinguir a un niño dirigiéndose hacia él. Un niño de nueve o diez años
de edad, con las prendas sucias y rotas, el rostro lleno de tierra y rasguños
en algunas partes.
El último de los
recuerdos que su mente había guardado regresó y rápidamente se levantó, quedando
sentado en las hojas secas con el pecho agitado.
– ¡Tranquilo!
Estás bien. Ya todo terminó – Dijo el niño mientras le acercaba un poco de agua
que recién había tomado del río que corría a escasos metros de donde estaban.
– ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy?
– A salvo. Estás
en un lugar seguro. Pero hice una pregunta y me gustaría mucho que me la
respondieras. ¿Por qué intentaste salvarlo? ¿Qué te motivó a hacerlo?
El soldado se
puso de pie y miró a su alrededor. El lugar era sorprendentemente tranquilo.
Las altas y verdes copas de los árboles lo perdían en un hermoso abismo de paz.
La hojarasca regada en aquel bendito suelo era más cómoda y suave que cualquier
cama de lujo; y el incesante sonido del río mezclado con el canto de las aves
era la música más relajante que había reposado en sus oídos. No había señales
de guerra, no había una corteza rasguñada siquiera.
El soldado,
tomando el agua que el niño le había ofrecido, lo miró fijamente a los ojos y
dijo.
– Nunca antes me
había detenido a escuchar los susurros del agua en un río, son hermosos. Y para
cuando los escuchas tal vez ya es demasiado tarde. Tal vez ya no tendrás todo el
tiempo que quisieras para estar ahí.
En
medio de la guerra he matado a mucha gente, y solo hasta ahora puedo ver que no
había razón alguna para hacerlo. Tal vez hay gente mala en el mundo, pero no
está en nuestras manos esos destinos ni esa clase de justicia. ¿Quiénes somos
nosotros para disponer de quien muere y quien debe vivir? ¡¿Quién?!... –
Exclamó el soldado como si todavía lo estuviese reflexionando. – Si cuando
ofrecemos nuestras manos para imponer justicia y acabar con los asesinos,
condenamos también nuestras manos a las manos de un asesino.
Los soldados enemigos lo hacen por la misma razón que yo: obediencia y
servicio a la nación. Pero terminamos asesinando a personas que, en realidad,
no nos deben nada. Ya quisiera ver a un gobernante pelear en carne propia sus
propias batallas.
¿A
cuántos hombres he matado? ¿A cuántos hijos, padres, hermanos, esposos he
arrancado la vida?
Yo
corría en el frente atacando en medio de cañones, balas y otros soldados. Cuando
estaba a mitad del campo encontré al enemigo herido en el suelo. Le apunte con
mi arma para aniquilarlo, pero no pude. Sus ojos me decían más que cualquier
cosa, más de lo que su desconocido lenguaje podría haberme dicho. Vi en él el
mismo sentimiento que me invadía. Él
no quería morir ahí. Quería volver y abrazar a su hijo. Quería regresar para besar
con todo el amor y pasión a su esposa y hacerle saber cuánto la amaba. Quería
morir envejecido al lado de su familia y abrazando a sus nietos.
Así que decidí salvarlo. Trate de llevarlo a un lugar seguro fuera del
campo de batalla pero, cuando estábamos a punto de cubrirnos entre los troncos
de los árboles y las grandes rocas, caí junto con él. Un cuchillo que se había
clavado en mi espalda me hundía en la oscuridad eterna. Dirigí mi mirada hacia
el soldado y noté que me decía algo, pero yo ya no podía escucharlo. El peso de
mi cuerpo, del suelo, del viento e incluso del silencio, era demasiado. Y
mientras él intentaba sacar el cuchillo de mi espalda, los ojos se me apagaron.
Me quedé frágil e indefenso en los fríos brazos de la muerte. Me
sorprende que aun esté vivo. Me sorprende que aun pueda respirar y que no haya
muerto en ese maldito lugar.
El
niño se quedó mirando hacia abajo y luego dijo.
–
¡No te apures! No quiero que pienses que estás vivo. En realidad no lo estás.
Moriste en ese lugar, en ese maldito lugar como bien dijiste. – El soldado
quedó sorprendido por lo que recién había escuchado y parecía no poder creer lo
que el niño le decía. – ¡Mira! – El niño llevó su mano a la espalda del soldado
y luego se la mostró bañada en sangre. – Tienes la herida que te mató, pero ya
no te duele. Ahora ya no puedes sentir nada, ni dolor ni miedo, ni alegría ni
tristeza. Tu cuerpo es un montón de cenizas y tu alma un pedazo de hielo que se
resiste a deshacerse en las llamas. ¡Ya no eres nada!
–
Entonces… ¿nada de esto es real? – Preguntó el soldado fijando su mirada hacia
su alrededor.
–
¿Esto? Esto si es real. Lo que aquí es inexistente somos tú, yo… – El niño
volteo a ver a un hombre que los miraba desde el otro lado del río. – Y ese
hombre que ves ahí parado. ¿Lo recuerdas? Es el soldado al que intentaste
salvar, murió segundos después de haberte asesinado.
El
soldado quedó mirándolo con algo de desconcierto y parecía querer decir algo
pero no dijo nada.
–
Sí. – Continuó diciendo el niño. – Tú moriste por mano de él. El no intentaba
arrancar el cuchillo de tu cuerpo, él estaba enterrándolo y torciéndolo aún
más. Te traicionó. Aprovechó que intentabas salvarlo para matarte a ti. Ahora
lo tienes ahí, frente a ti. ¡Anda, envíalo al infierno de una vez por todas!
La
mirada del soldado se quedó fija e inmóvil, sus pensamientos rebotaban una y
otra vez dejando ecos solamente repitiéndose en su conciencia. Por un momento
pareció susurrar cosas, y en instantes no sabía ni siquiera a donde mirar.
–
No – Dijo al fin. – Esa no es decisión mía. Quizá lo merezca, pero no seré yo
quien lo haga. Hay gente mala en el mundo, pero sin esa gente nada de lo que
ahora es podría ser. Y
¿Cómo podríamos asegurar cuan mala es? Si, quizá, para ella los malos somos
nosotros. Además, un mundo de eterna dicha llegaría a ser aburrido. Sin Judas
no hubiese habido traición ni crucifixión, sin el espectro de la muerte
persiguiéndonos no sabríamos lo que es luchar para vivir. Triunfos,
caídas, todas nos enseñan algo. Y es aquí donde aprendemos a valorar hasta lo más
pequeño que tenemos. Sin oscuridad no existiría la luz. Sin Dios no existiría el diablo. Sin
maldad no sabríamos lo que es la bondad. Sin errores no sabríamos lo que es
correcto. Sin guerras no conoceríamos la verdadera paz. Todo lo que nos pasa
nos pasa para que aprendamos algo, y es necesario que sepamos eso.Solo hay una cosa, me gustaría mucho saber qué fue lo último que él me
dijo antes de mi muerte.
El
niño lo miró fijamente y dijo.
–
Él, habiendo clavado el cuchillo en tu espalda, dijo con rabia y fuego en el
corazón: “Al fin te encuentro, desgraciado. Mataste a mi familia. Fuiste tú quien
arrebató la vida a mi esposa y a mi hijo. Ahora muere, infeliz. Muere. Y arde
en las llamas del infierno.”
–
Entonces él tenía buenas razones para asesinarme. – Dijo el soldado ahora un
poco más tranquilo.
–
Sí, y en verdad lo hiciste. – Decía el niño. – Yo estaba en mi casa junto con
mi madre. Nos disponíamos a comer, pero ella estaba muy triste. Mi padre no
estaba, había ido al campamento de guerra y aun no regresaba. De pronto oímos
gritos y disparos afuera. La gente comenzó a correr por todas partes muerta de
pánico. Mi madre atemorizada, corrió a abrir la puerta del sótano y me llamó para
que entrara con ella.
Pero
para cuando eso ocurrió tú ya habías entrado. Tomaste tu metralleta y le
disparaste a mi madre matándola al instante. Corrí hasta donde dejaste su
cuerpo sin vida y me arrojé a ella para abrazarla. Y entonces me disparaste a mí.
– El niño levantó sus prendas descubriendo cuatro heridas de bala incrustadas
en su pecho. – Tú todavía estabas ahí cuando mi papá entró, le disparaste
también, pero él no murió. Cuando él reaccionó tú ya te habías ido junto con
los otros soldados de tu nación. Entonces mi padre tomo nuestros cuerpos y juró
que no descansaría hasta encontrarte y matarte. Y eso es lo que ocurrió. Ese
hombre que ves ahí es mi padre. Y yo… Yo me quedaré aquí para siempre por culpa
tuya.
Brotaron
un par de lágrimas de los irritados ojos del soldado y corrieron por sus
mejillas limpiándole de la mugre y el sudor a su paso en su rostro.
–
Pero no te preocupes. – Dijo el niño. – Ya entiendes que hay gente mala en el
mundo, pero que gracias a ella todo esto es así. Comprendes que, mientras para
nosotros la otra gente es mala, para ella nosotros somos los malos. Entiendes
que nuestros actos en contra de otros al final regresan a nosotros mismos. Pues
de todas formas todos nos vamos a pudrir aquí y todos vamos a arder con nuestro
propio fuego. ¿Lo
ves? Todo tiene sentido al final. Ahora quisieras decir a tus padres cuanto los
amas, pero ya no los tienes cerca. Quisieras abrazar a ese hijo tuyo al que
nunca viste, pero ya no sabes ni siquiera en donde estás tú. Quisieras pedir perdón
con un beso a la hermosa mujer que dejaste llorando aquella noche lluviosa,
pero notas que ya ha encontrado el consuelo en otros brazos. Quisieras vivir,
pero ya no tienes el cuerpo y la voz que necesitas. Escuchas
los susurros del agua en un río y al fin notas lo hermosos que son. Anhelas
quedarte toda una eternidad ahí para escucharlos, pero te das cuenta de que ya
no tienes todo el tiempo que deseas. Te das cuenta de que ya es demasiado
tarde.