El creacionista del día. Aikas (Gerardo González Vázquez)
Juan recordó entonces a un viejo maestro de alguna clase cuyas enseñanzas, seguramente, ya habían quedado en el olvido. Su mente lo citó en aquél momento de amargura: “puede que no esté todo en silencio y se sientan más solos, porque el silencio solo es la ausencia del sonido y nada más.”
En ese momento le pareció un disparate de un viejo profesor, posiblemente pasaba por un divorcio o había estado toda su vida solo. Quizá se había deprimido en aquél momento.
Juan nunca traspasó la barrera entre lo estrictamente académico y lo personal. Posiblemente había soñado con la maestra de sociales, pero eso le había pasado a casi todo el salón. El recuerdo lo hizo sonreír. Nunca en todo ese tiempo, prestó atención a la vida personal de sus profesores, nada de chismes ni comentarios de otras clases.
El ruido era abrumador, había ruido por todas partes. Las mismas pláticas que tenían en la oficina pero a mayor volumen, mayor intensidad y sin el temor de que se cruzaran con los oídos del jefe. Y sin embargo se sentía solo.
“…solo es la ausencia del sonido y nada más.”
Soledad.
Se sentía solo desde que había comenzado a trabajar en lo que dejaba dinero y no en lo que quería, desde que había dejado ir al amor de su vida no porque él así lo deseara sino porque ella así lo quiso, porque era lo mejor. Siendo honesto consigo mismo, se sentía solo desde que su vida se había comenzado a ir al carajo.
Se excusó amablemente de sus compañeros bajo pretexto de salir a tomar aire. Salió del departamento y cerró la puerta. El sonido de la fiesta se fue ahogando tras las paredes, las puertas y las escaleras que iba dejando atrás. Escalón a escalón, el sonido se escuchaba lejano. En algún piso escuchó un bebe llorar y en algún otro los gemidos de una pareja rebosante de amor. Nada lo hizo parar, nada lo detuvo hasta salir de los departamentos. Cruzó la puerta con desesperación y al salir a la calle se detuvo a respirar con fuerza.
“... ausencia del sonido y nada más.”
Comenzó a caminar por la acera. El silencio se acercaba y se alejaba. Una sirena a lo lejos, el ladrido de un perro, un corredor con audífonos pasó por la acera de enfrente. La música zumbó y pasó de largo. Comenzó a correr, quería alejarse, quería huir.
“…y nada más.”
Las lágrimas salieron de sus ojos. No se detuvo, mientras salieran, dobló en una calle, luego en otra y al final en medio de un parque se tiró de rodillas. En un instante de silencio lloró. Lloró con fuerza y con un grito silencioso en el que expresaba el desgarrador dolor que sentía en su alma. El ruido, el bullicio lo habían hecho sentirse más solo de lo que hubiera debido, lo hundían sin darse cuenta, lo hundían con supuestas buenas intenciones. Los “lo siento”, el “animo sigue adelante” y el “es lo mejor”, todas aquellas palabras de aliento público habían sido como puñaladas traicioneras que lo hundían más y más.
Fue la calma y el silencio quienes lo hicieron despertar. No estaba solo, había muchas personas allá afuera que seguramente lloraban en silencio absoluto, que se escondían entre la gente para no demostrar su verdadera soledad, su verdadero llanto, sus verdaderas intenciones. Era en el silencio cuando apreciaba que la soledad no es una representación de la tristeza sino que puede ser la mayor representación de sentirse bien con uno mismo.