Porque
desde el principio cargamos un destino como lápida,
la
ficción se nos mezcla en la sustancia, tiñéndonos las hebras
con
el color de la sangre enfermiza.
Nuestros
días en la historia son como una ligera llovizna,
como
cuando la brisa arriba a la estepa desolada.
Somos
amigos del girasol y del crepúsculo.
Caminamos
inermes a la hora de los tardíos placeres.
Bebemos
solos. Y la melancolía de ser es en nuestras venas
honda
y permanente como los congelados mares.
Rosas,
cortinas, palomas, ventanas, sepulcros,
horizontes
donde la lividez vierte sus encantos,
jardines
gloriosos donde los pájaros mueren,
fuentes,
salones que son vacíos como la vida,
nos
circulan lo mismo que carruseles en la mente.
Conocemos
el encanto en la distancia,
el
sabor de las lágrimas,
la
textura de las cartas antiguas,
el
olor de las habitaciones viejas.
Amamos
la tibieza del hogar,
la
magia de los otoños cayentes,
la
somnolencia de la nieve.
Y
somos tanto cómplices de los amantes feraces
y
de su entrega indócil y plena
como
de la belleza que muere.
Tiene
el fruto de nuestros sobrios esfuerzos
un
encanto innegable, ligeramente amargo,
que
recuerda los vino seductores y transitorios.
(¿Compañero,
como responderé a tu asentada certeza
de
que es el miedo a la vida lo que nos mantiene tan vivos?)
Más
que el teatro de nuestras subsistencias,
deberá
ser la obra
nuestra
acotación ante el hombre.
En
algunos, el ímpetu arde como un sol cercano;
la
fiesta los sonsaca con su olor a licor y sexo mezclados:
su
paso en la existencia es igual que una orgía sin término.
Otros
-los que lloramos aparentemente por nada,
los
enamorados de la lluvia en la ventana-
andamos
caminos poco fecundos
y,
prensados en la mano de la nostalgia,
terminamos
aprendiendo el suicidio.
Pues
-se sabe- en nuestro pequeño círculo,
de
algún modo o de otro,
se muere joven.