C

C

miércoles, 20 de noviembre de 2013

A tres pasos de distancia

El creacionista del día. Gerardo Gonzalez  (Aikas )






Hoy a tres pasos de distancia, me sentía tan lejos de ti. No podía acercarme a tocarte u abrazarte; al caminar parecíamos dos personas distintas que pudieran no tener relación alguna más que la misma calle en el mismo tiempo. 


Tus pasos eran firmes, lejanos y elegantes, los míos tristes, torpes y vacilantes; tu mirada fija en el horizonte, tus oídos envueltos en tu mundo, en tu música, ajenos a los ruidos del mundo mientras que los míos se sentían apabullados por los ruidos de los coches, los camiones, los pasos de las personas y la triste soledad que me abordaba en esos momentos. 



Hoy, a tres pasos de distancia me sentía tan lejos de ti. No podía creer que solo pudiéramos intercambiar miradas y comentarios a la ruta de destino, no podía creer que por fin tantas estupideces mías rindieran aquellos frutos que creí nunca comeríamos. Hoy tan lejos y tan cerca entendí lo que realmente representa fallar, caer, herir, incumplir; tantas cosas que he hice. 



Al recargar tu cabeza en mi hombro sentí una tenue luz de esperanza, podría tratarse de un breve amanecer pero, la verdad era otra. El sentimiento que dejabas trasminar a mi cuerpo no era otro más que el de lástima y tristeza; el sentimiento de encontrarnos tan cerca y a la vez tan lejos, a tres pasos de distancia y a miles de kilómetros de estar juntos. 


Subiste entonces no sin antes despedirte. El tenue rose de tus labios en mis mejillas humedeció mi rostro a punto de desbordar lágrimas algo que posiblemente percibiste, así que terminaste cumpliendo con un beso en los labios. Quede quieto, frío y observante, como una estatua a la cual admiran pero nadie quisiera compartir su destino. 

Hoy a tres pasos de distancia subiste al camión y te marchaste para solo dejarme escuchar una breve estrofa de una canción: 



"...don´t dream it´s over. 

Hey now, hey now 

When the world comes in 

They come, they come 

To build a wall between us 

We know they won't win.








"

Ella y Él

El creacionista del día. María Luisa Deles





Un lunes de quinta lo vio por primera vez. Todavía no eran las nueve y ella ya había perdido el camión y se había tirado el café sobre la falda. No tenía para acabar la quincena, debía dos litros de leche en la tienda de la esquina y le apretaban los zapatos pero estaba estrenando empleo a poco tiempo de navidad. Su suerte no era mala del todo.

Había coincidido con decenas de hombres más guapos, aunque de lejos, porque todo apunta a que Ella no es el tipo de mujer que puede interesarles. Éste en particular era de la clase que más valía dejar pasar de largo. Visto de frente: buena estatura, brazos enérgicos y sonrisa cínica. Visto de espaldas: excelente trasero y un aviso en letra de molde sobre los hombros: “No voy a quererte y lo que es mejor, no va a importarme que me quieras”.


Con estos antecedentes, Ella -lindos ojos, buenas piernas, corazón de condominio- se dejó acosar consciente de que para afanes como aquellos se requerían ineludiblemente dos. Él tuvo la decencia de no hablarle de amor para que no hubiera malos entendidos pero la llamaba a todas horas y se le aparecía en los lugares más incómodos y oscuros para toquetearla. Ella se lo creyó casi todo y le pidió muy poco aunque después se conformó con menos.

No recuerda si fue un martes o un miércoles cuando se encontraron por fin a solas y Ella descubrió que lo más malo de todo era que Él era en verdad muy bueno. Que besaba despacito pero con cadencia y que su cuerpo se veía mucho mejor sin trapos y bajo la luz indirecta. Él se dejó querer como seguramente hacía con todas porque su corazón no era un condominio, sino una ciudad sobrepoblada con un dispensador de fichas para tomar turnos.



A Él lo querían la recepcionista morena de cara preciosa, la vecina de piernas largas y la novia oficial -de todas la más terca-. Tres o cuatro “ex” que no alcanzaron a olvidarse de ciertos detalles esperaban sus llamadas esporádicas y no le hacían el feo a la hora de aceptarle un café -por mencionar alguna actividad-. Ella miraba hacia otro lado y ponía muy buena cara para no hacer el caldo gordo. Él nunca le había ofrecido algo diferente.






Ella se enamoró un jueves entre las seis y las ocho. Tenía la ropa en el suelo y unas copas encima pero no hizo un solo movimiento para abrir la boca con tal de no desperdiciar la tarde. 


“Pídeme que me detenga, que esto no está bien”, cantó Carreira de lo más oportuno y Ella se escondió bajo las sábanas. Él, enfebrecido de pasión como otras veces contribuyó ignorante a esos sueños locos y para aprovechar el tiempo la agarró a los besos.








Brazos enérgicos y buenas piernas siguieron encontrándose con regularidad y entusiasmo. Semanas iban, veranos venían y el paisaje no cambiaba en absoluto. Ella con gusto porque en el fondo estaba acostumbrada a la mala vida y Él -aunque nunca la quiso como Ella quería- divirtiéndose mucho en el intento porque no la había visto llorar.











Ella lo dejó un viernes de quincena. Entonces ya tenía una cuenta en el banco, había llenado el clóset con varios pares de zapatos del mismo color y no debía en la tienda de la esquina de su nueva colonia. Partes de su cuerpo se rehusaban a seguirla pero de todas formas se fue caminando con paso lento hasta llegar lo más lejos que pudo. Él se lamentó por la pérdida y se fue a jugar un partido de tenis para olvidar.
Ella volvió con Él el lunes siguiente.









EL PENSAMIENTO VAGABUNDO

El creacionista del día. Heboar Romero







Jordi Soler.- Pierre de Montaigne estaba empeñado en que su hijo fuera mejor que él y, para conseguirlo, le dio una estricta y hermética educación en latín. Estaba convencido de que este era su deber de padre, pues su abuelo había sido un próspero comerciante, de apellido Eyquem, que había logrado quitarse de encima su fama de pescadero y ascender a un estrato menos oloroso de la sociedad bordelesa. Al final de su vida el abuelo, pensando en el porvenir de su estirpe, y concretamente en erradicar de su blasón los pescados ahumados, había comprado al arzobispo de Burdeos el castillo de Montaigne, para que sus descendientes reorientaran su destino lejos de las marismas, las escamas y los espinazos.

El hijo del pescadero Eyquem, como suele suceder con los vástagos a los que todo les cae del cielo, no dio golpe, pero Pierre, su nieto, aparcó la administración de la fortuna que había heredado para hacer una carrera en el Ejército que le procuraría, gracias a su brillante desempeño, el título de Sieur de Mointange que consiguió borrar de su linaje el apellido Eyquem.

Una vez dentro de la nobleza, privilegio que con el tiempo lo llevó a convertirse en el burgomaestre de Burdeos, montó una enorme y bien surtida biblioteca que inmediatamente atrajo a la intelectualidad de la época, y ya que había logrado consolidar el innegable ascenso social de la familia, tuvo un hijo, Michel, en el año de 1533, para el que, con la ayuda de sabios y profesores diseñó una infancia que produjera un hombre mejor que él, un proyecto consecuente con su propia historia de superación. Y para conseguirlo le puso, desde que era muy pequeño, un profesor alemán que ignoraba el francés y que le hablaba y lo instruía exclusivamente en latín, con la ayuda de dos asistentes que le hablaban en la misma lengua. Para que la educación del pequeño Michel fuera herméticamente en latín, el padre, la madre y la servidumbre con la que tenía contacto aprendieron unas cuantas frases para dirigirse a él solo en esa lengua.

A los seis años Michel de Montaigne, sin conocer ni una sola palabra de francés, hablaba y escribía perfectamente en latín, pero más adelante, en cuanto tuvo que ir al colegio para no quedar tan aislado de la sociedad, según sus propias palabras, “su latín degeneró inmediatamente”.

El experimento pedagógico del padre produjo, como se sabe, no solo a uno de los escritores más importantes de Occidente, sino al inventor del ensayo, ese género literario en el que cabe absolutamente todo.

El arte más grande de todos, escribió Montaigne, es “seguir siendo uno mismo”, rester soi-même, una idea que mantuvo a lo largo de su vida, que además de su inagotable obra literaria, le dio para viajar, para inmiscuirse en la política y para administrar, de mal humor, su castillo y sus posesiones. Todas las experiencias de Montaigne iban a parar a las páginas de sus ensayos, cualquier cosa que le sucedía provocaba una reflexión, una hipótesis, una sentencia, vivía concentrado en vivir para después dar cuenta de ello por escrito, para alimentar su  pensar (pensée vagabonde) que lo llevaba una sola dirección, la del ensayo que estaba escribiendo, o dictando, porque, como él mismo sentenció, “quien quiere estar en todas partes no está en ninguna”.

Sería ridículo, desde luego, seguir el ejemplo del padre de Montaigne, en este siglo XXI tan poco afecto a la concentración. Para aislar a un niño en otra lengua necesitaríamos vivir en una cueva, en el desierto o en medio de la selva, y probablemente hasta allí se colaría la información que pulula de pantalla en pantalla, y en el caso de que lográramos aislarlo herméticamente, nuestro experimento difícilmente produciría otro Michel de Montaigne; aquello fue una combinación milagrosa del rigor educativo del padre más el talento del hijo. Lo que si podemos es hacer el ejercicio de oponer a aquel niño que solo hablaba latín, que estaba concentrado, sin distracciones, en el cultivo de sí mismo, a los niños contemporáneos que están distraídos por muchas cosas a la vez, por el mundo exterior que entra a saco por una infinidad de terminales.

Mientras Montaigne pasaba en silencio largos tramos del día, que llenaba de pensamientos y reflexiones, nosotros forcejeamos contra el estruendo que sale permanentemente de las pantallas. Concentrado en un solo punto, Montaigne lo abarcaba absolutamente todo, nosotros, concentrados en puntos múltiples, no abarcamos casi nada.

Tanto estímulo exterior nos aleja del arte más grande de todos, que proponía Montaigne: seguir siendo uno mismo, porque para alcanzarlo se necesitan largas horas de reflexión, es decir, pasar mucho tiempo sentado en una silla, o andando si es que se es afecto a los pensamientos caminados que proponía Nietzsche, sin hacer nada más que pensar y esto, en nuestro hiperactivo siglo XXI, constituye un pecado capital.

Se han acabado los periodos de silencio, quien va andando no produce pensamientos caminados, va consumiendo algo que sale de su mp3 y le entra por los oídos, el que viaja en metro aprovecha el trayecto para hablar por teléfono o para responder un e-mail, y cualquier momento libre se rellena con la información ilimitada que produce la pantalla del teléfono o de la tableta. Nadie tiene paciencia ya para sentarse a oír un álbum de música completo, hay tiempo para oír una sola canción, que se vende en iTunes por separado; el disco entero nos roba el tiempo que podríamos aprovechar consumiendo otra cosa.

Lo mismo pasa con el cine, comprometerse durante dos horas eternas con una película parece excesivo, si se tienen las series de televisión que vienen dosificadas en cómodas cápsulas de 45 minutos, cápsulas asépticas como las de la máquina de Nespresso, que nos ahorran el tiempo que nos tomaría el lidiar con la cafetera manual, y el esfuerzo de enfrentarnos con la monserga del café molido. Y con los periódicos empieza a suceder lo mismo, ya no se lee el periódico, se leen dos o tres noticias extirpadas del corpus, troceadas en links, y para los libros cada vez hay más plataformas que ofrecen textos breves, que puedan leerse en la pantalla del teléfono en un trayecto de autobús. Todo el tiempo que se ahorra en no oír discos completos, ni ver películas largas, ni leer libros gruesos, ¿en qué se aplica?: en consumir más fragmentos: una partida de Angry Birds, una noticia extirpada del periódico, un paseo por el timeline de Twitter, etcétera.

Este nuevo mundo vertiginoso, este ir y venir permanentemente de un fragmento a otro, es el único que conocen los niños contemporáneos, que viven en tránsito del iPad a la Playstation y cuando logran escapar de ese bucle, sus padres, convencidos de que la hiperactividad del siglo XXI es una cosa positiva, y aterrorizados ante la posibilidad de que su hijo se aburra, lo llevan a un cursillo de karate, de tenis, a clases de natación, de inglés o chino, a cualquier actividad que impida que el niño esté sin hacer nada.

La hiperactividad de nuestro siglo es tan potente que ya el significado de la palabra ocio, que quería decir estar sin hacer nada, hoy significa tirarse en canoa por los rápidos de un río, ir a África de safari fotográfico, recorrer 10 kilómetros con la técnica del senderismo o ver, de una sentada, una temporada completa de Breaking bad. Frente a este panorama de vértigo, ¿en dónde queda Montaigne, ese señor sentado en una silla, sin hacer nada más que reflexionar?

Tanta hiperactividad debería ser contrapesada con periodos de inactividad, de silencio, de concentración en una sola idea; porque de esos periodos de calma, de aburrimiento incluso, salen las grandes obras, detrás de cada poema, de cada sinfonía o novela, de cada lienzo, hay una persona que ha pasado largos periodos sin hacer nada. Lo mínimo que va a quedarnos de esta era proclive a los fragmentos, llena de niños sobre - estimulados, que no tienen espacios para la reflexión y el silencio, es un mundo sin artistas.



Lluvia de pensamientos

El creacionista del día. Agatha Cervantes.


http://www.youtube.com/watch?v=jlaeJ6k75cY&list=PL967DDCD210FE38B5




Pork a veces los cortes y las heridas, te dejan llorar mas abiertamente, cuando nadie esta ahí escuchando ese rumor que tienes dentro, cuando las mareas se suceden como golpes, como bofetadas, solo yo puedo sentir el oleaje de tristeza y el viento que como hielo te seco los ojos de tantas lágrimas, de tanta lucha inútil T_T