El día de muertos la
feria amaneció instalada en el parque sin que nadie escuchara algo. Los más
trasnochadores dijeron que se fueron a dormir, abandonando el parque, a eso de
las tres de la mañana y aún no había nada. Solo la mujer que acostumbraba
alimentar a las gallinas de madrugada, vio pasar las camionetas, escuchó voces
y algunos martillazos, pero nada tan escandaloso que previera todo el trabajo
nocturno para levantar las atracciones.
Ahí estaban los
futbolitos, las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, esas tablas para
tirar canicas, y la zona de rifles de aire para cazar patos de aluminio. En el
centro de la feria se encontraba la casa de los sustos y a un costado, la
entrada al laberinto con la leyenda: ¿Quién encerró al Minotauro?, entre
dibujos de cuernos, colas de reses, pezuñas, y el torso de un hombre corpulento
con la cara de un buey.
Al atardecer, los
encargados de la feria vociferaban atrayendo a los clientes. La gente del
pueblo salió de misa de difuntos y, contrario a las costumbres, quisieron gozar
el esparcimiento, contra las indicaciones del párroco, de algunas de las
señoras piadosas y de los hombres que apoyaban en la comunión.
Desde la entrada al
laberinto, un hombre gritaba:
-¡Llega a ustedes Eeel
Laberintooo! -Y abriendo los ojos como un poseso decía a los que se le
acercaban: -Acérquense y atrévanse a entrar –la gente sonreía y temblaba al
mismo tiempo, ante la desorbitada mirada del hombre; y el palurdo entonces
levantaba la vista y continuaba invitando con sus ademanes: -¡Miren al monstruo:
Mitad toro, mitad hombre!
Las personas dudaban
porque. Además, el párroco había bajado de la Iglesia para agredir
verbalmente a los encargados de la feria, junto con los feligreses:
- Es noche de día de
muertos. Vayan a sus casas. Hagan oración.
Con todo y la
confusión que se había armado, muchos se percataron que Raúl, uno de los
acólitos de tan sólo 13 años, como un desafío hacía sí mismo, decidió entrar al
laberinto. No había oscurecido cuando el muchacho preguntó al encargado:
-¿Cuánto cuesta la entrada?
- Para ti es gratis.
A las dos de la
mañana cuando la gente decidió que era tiempo de refugiarse en su casa, porque
el frío comenzaba a picarles la piel, y los ojos les ardían por esas ventiscas
heladas que circulaban en el descampado, la feria comenzó a cerrar sus
atracciones. Pero nadie vio salir a Raúl del laberinto.
Sus padres quisieron
hablar con los encargados de la feria pero ellos solo argumentaban: Es
imposible que haya entrado solo, no se permite. Los niños tienen que entrar
acompañados de un adulto.
Los padres y otras muchas
personas del pueblo, enfurecidas, despertaron al alcalde, quien con los
policías, los que vieron entrar al muchacho, y hasta el mismo sacerdote
obligaron a los encargados a desmontar el laberinto. Estaba oscuro y una densa
neblina había caído sobre el pueblo. Nada pudieron hallar entre los retorcidos
fierros y láminas.
Los hombres de la
feria fueron llevados a la cárcel pública. Los policías recorrieron las calles,
interrogaron a los amigos de Raúl, dieron rondines por las carreteras aledañas,
las entradas y las salidas del pueblo, se internaron por el monte, sin
encontrar nada.
Cansados vieron
salir el sol del amanecer, y ante la luz dulce de la mañana, con el terror en
los ojos, se percataron que el parque se encontraba abandonado, limpio y
silencioso: ningún juego mecánico ni carpa se encontraban instalados. Todas las
atracciones que habían disfrutado por la noche, ante la luz brillante del sol,
habían desaparecido; la feria había sido levantada y nadie supo cómo ni en qué
momento. Corrieron hacia la cárcel pública a pedir explicación a los detenidos,
pero no hallaron a nadie tras las rejas, sólo algunos huesos humanos y unos
cráneos relucientes y pequeños como de niños, cenizas y las colillas de
cigarros que presumían haber sido fumados hacía poco tiempo aun desprendía su
picante aroma.
Apareció
entre ellos la mujer que solía alimentar a las gallinas muy de madrugada y les
dijo:
-A las tres de la mañana se fueron en sus camionetas.