El adolescente en
disforia entra a su habitación.
Lava hirviendo es
el interior de su cabeza.
Quisiera no
pensar, no ser, no sentir.
Sufre, sufre el
caos del mundo, el dolor vital.
Su inocencia es,
hoy por hoy,
una flor de pétalos marchitos, pisoteados.
(Abandono o
rechazo:
alternativamente perdido y perdedor:
no poder más de lo
que se puede)
Toma la navaja
guardada en su bota,
-su amistad sin
traición ni competencia-
la aprieta en su
mano como a un crucifijo
y corta su pierna.
No duele…
¡Cómo fluye
sensualmente el ansia contenida!
¡Cómo se desliza
la sangre sobando sus piernas
y escurre
calentándolo, ofreciéndole su benigno olor!
Su placer se
adivina en su lúcida sonrisa,
en su aspecto
tremendamente relajado.
Finalmente abre de
par en par las ventanas y ve
lo que antes no veía: las palomas acurrucándose en un recoveco,
el atardecer más
hermoso que un sueño de amor
donde viajan
gaviotas haciendo formas juguetonas,
ese cielo rosado y
sublime como el suicidio.
Y las nubes, las
nubes, las nubes:
las nubes que se
embrazan fraternalmente.
Acaso horroroso.
Pero válido.
Cada uno es dueño de su cuerpo y lo administra
como le place.