El creacionista del día. Alma Preciado
Anita, una pequeña y solitaria niña, vivía en casa de su abuelita, ubicada en Avenida Obregón, cerca del Parque Revolución, en uno de los más antiguos barrios de Ensenada, era el año 1961. Las largas ausencias por trabajo de sus padres, la obligaban a permanecer ahí durante el periodo escolar.
La abuela de Anita era una maestra de piano entrada en años. Chicos y chicas de edades diferentes entraban y salían de la casa a diferentes horas del día, llenando el ambiente con notas musicales. Cuando la música le resultaba agradable, Anita se detenía en la puerta de la sala de piano para escuchar; cuando los acordes eran altisonantes se iba a recorrer la vieja casona llena de ornamentos. Cuadros, con jinetes y bellas y elegantes damas, colgaban en la mayoría de las paredes. Había figuritas de porcelana en casi todos los muebles de la casa: pastorcitas, caballitos, unicornios, más jinetes, y otras bellas damas, así como caballeros vestidos a la usanza de Luis XV, que maravillaban la imaginación de Anita al recorrer la casa para observarlas.
Le encantaban todas las figuritas de la casa, pero admiraba una en especial: la bailarina de ballet encerrada dentro de una esfera de cristal de un de un antiguo reloj de mesa, colocado encima de una gran cómoda de madera de nogal café obscuro, en la sala de estar. Al dar cuerda al reloj, la bailarina, con tutu rosa y delicadas zapatillas de satén rosado, giraba en un eterno baile con una música sin fin.
Una de esas raras y calurosas tardes de verano de Ensenad, Anita más triste y solitaria que nunca, sumida en un calor agobiante, hizo su habitual recorrido por la casa para mirar las figuritas de porcelana. Platicaba con ellas conforme las iba encontrando e imaginaba como sería su mundo. En su recorrido llegó hasta su figura favorita, la bailarina; para su sorpresa ésta no estaba en su lugar. La esfera estaba vacía, el reloj detenido no daba la hora de aquel momento.
─ ¡Oh no!─ grito, y corrió a buscarla a toda prisa por toda la casa. Fue inútil. La bailarina no apareció por ningún lado. Se había ido. Anita desconsolada, deseó ser pequeñita para ir a buscarla en aquellos sitios en que su altura no le permitía entrar a mirar.
Más tardó en darse cuenta de aquel deseo, cuando un ruido extraño la hizo darse cuenta que no estaba en casa de su abuelita. Se hallaba en un lugar diferente a todos los que había conocido. Caminó sigilosamente para averiguar donde se encontraba. El sitio semejaba una casita con mesas y sillas de madera rústica, y una gran chimenea encendida en la que colgaba una gran olla que despedía un olor muy agradable a comida. Se percató que se encontraba en el mundo de las de las figuras de cerámica.
─Es la casa de uno de los pastores. ─dijo sorprendida─ Podré buscar a la bailarina del reloj.
Y recorrió la casa de arriba a abajo para ver si la encontraba, pero no había nadie, ni siquiera los dueños, para poder preguntarles. Salió muy triste de la casa y tomó un sendero que la llevó a un hermoso bosque de cedros y pinos. Se internó en él y caminó hasta llegar a un riachuelo de agua cristalina.
─ Y yo con tanta sed.
Se agachó a beber agua y refrescarse después de la caminata. Un ruido le hizo mirar de reojo y ver cerca de ella a un pequeño unicornio blanco con una hermosa y larga crin rizada, que bebía agua del arroyo. Anita quedó asombrada por la presencia de aquel ser y su tanta belleza. No pudo vencer la tentación de tocarlo y el animalito no se asustó.
─Que bello eres, como me gustaría que me llevaras en tu lomo a buscar a mi amiga la bailarina del reloj que se ha perdido.
──Claro que te puedo llevar, súbete a mi lomo y andando.
── ¡Hablas!─ exclamo Anita atónita y rápida, subió al lomo del unicornio y juntos emprendieron el viaje.
Recorrieron la campiña a paso lento, preguntando a todos los que encontraban a su paso si habían visto a una bailarina con un tutú rosa y zapatillas del mismo color. Pero todos contestaban, no.
Siguieron su camino hasta llegar a un pequeño pueblo en donde había niños jugando en las calles y gente caminando de aquí para allá y de allá para acá. Les preguntaron y nada. Nadie había visto a la bailarina. Cuando ya casi habían perdido la esperanza, se escuchó una melodía muy conocida para Anita. Era la música del reloj que venía de una casa al cruzar la calle.
Bajó del unicornio y silenciosamente se asomó por la ventana. La bailarina del reloj con los ojos llenos de lágrimas bailaba y bailaba a las órdenes de un feo ogro.
──Tengo que rescatarla. Debo pedir ayuda── pensó. Y salió galopando en el unicornio blanco, de regreso a las calles del pueblo. Pero nadie les prestó atención pues le temían al ogro.
Cansada de pedir ayuda decidió ir a rescatarla ella misma, no importaba el peligro que corriera. Iba decidida, cuando escuchó la voz de un pequeño niño que decía que él la podría ayudar a rescatar a su amiga. Anita le pidió que montara al unicornio y regresaron a casa del feo ogro.
── ¿Cómo vamos hacer para rescatar a mi amiguita?
──Mientras yo le hago cosquillas al ogro con esta pluma de pavorreal, tú te llevas a tu amiga, ¿sale?
──Sale,- contestó Anita.
Entraron a la casa de puntillas para no hacer ningún ruido. El ogro dormitaba en un enorme y cómodo sillón, harto de ver a la bailarina bailar. El pequeño se acercó al ogro y cuando iba a hacerle cosquillas, el ogro se movió y lanzó un ronquido. El niño retrocedió del susto, pero el ogro tan solo estaba poniéndose cómodo en su suave sillón. El niño continuó con su tarea, hacerle cosquillas en la nariz al ogro. Éste, al sentir las cosquillas en su nariz empezó a retorcerse y a reírse a carcajadas.
Anita sintiendo los pequeño piquetitos en la nariz, despertó. Era su pequeño hermanito que le hacía cosquillas con la pluma de un plumero. Habían regresado de su viaje y todos estaban a su alrededor mirando como dormía. Anita se puso muy contenta al verlos, y los abrazó feliz. Le habían traído regalos de los lugares donde habían estado, muy hermosos, pero el mejor regalo era su hermanito que había crecido bastante ya.
Después de haberse repuesto de la sorpresa, corrió al lugar donde se encontraba aquel reloj. Y ahí estaba, quieta, silenciosa y sin bailar, como si estuviera descansando. Anita se puso feliz. Contenta regresó a divertirse con su familia sin darle cuerda al reloj por mucho tiempo. No quería que la bailarina se escapara de nuevo.