21/ 09/ 2004
Las luces de la ciudad pestañean acciones vacías, en un
largometraje en el que los protagonistas, con rostros demacrados por la
humedad, buscan el regreso a casa después de una súbita lluvia fantasmal.
A las 9:15 llego a la estación para transportarme de un lado al otro de mi
departamento. Luego de una agitada tarde
de trabajo, lo único que quieren estos pies de marfil, es ser colocados en la cómoda
y afelpada estantería, más parecida a
una almohada.
Después de un rato, ningún tren
ha pasado, lo cual resulta extraño en plena hora pico. Distraída, por el
fastidioso dolor de piernas, recién descubierto en mis extremidades, no pongo atención
y sigo leyendo en el andén "Platicas de un cadáver". Han pasado cerca
de dos horas, miro mi reloj de pulsera y lo cotejo con el de la estación, que
para mi decepción está descompuesto, las manecillas han quedado inermes
marcando las 8: 15; al percatarme de este detalle, también me di cuenta que me
encontraba completamente sola. El puntilloso dolor de piernas se hacía más
fastidioso, y entonces comencé a ponerme
nerviosa.
Traté de volver por la entrada
principal y tomar el tren en otra parada, extrañamente las puertas habían
sido clausuradas. Un siniestro lamento, casi inaudible, se extendió por el
lugar; estaba indispuesta a ser presa del pánico, puse la lógica como primer
pensamiento y baje de nuevo al andén. Un latido sorpresivo, tal como si fuese
un disparo me cruzo el corazón, ya que al bajar las escaleras vi un tren
estacionado, el cual nunca escuche llegar.
Con los latidos de mi corazón a
galope seguí avanzando, buscando el origen de aquel sollozo. No quería entrar de
ninguna manera al vagón, pero el triste sonido se hacía más fuerte conforme me
acercaba a la interior. Vi a una chica
en cuclillas – en este punto mi vista se tornó borrosa – entre más iba acercándome, los ojos no me respondían
para enfocar de manera detallada su pequeña figura; tallé mis ojos en un
esfuerzo inútil de aclarar mi visión. La
chica desapareció en esos diminutos segundos, sin embargo el llanto
continuaba.
De pronto tuve una extraña
sensación de humedad sobre la falda, una mancha café rodeaba toda la parte de
la cadera, en tanto, el angustiante
dolor de piernas continuaba atornillándome las rodillas y los tobillos. Un
ruido metálico y tintineante interrumpió mi cavilación sobre mi atuendo y el
malestar. Salí del vagón pensando que un nuevo tren estaba arribando a la estación,
nada. El susurro de la tristeza se deslizo hasta la vía. Fui acercándome a la parte baja sobre los
rieles y halle de nuevo a la misma chica, esta vez se encontraba arrodillada,
tratando de sacar un objeto entre la madera y el hierro; la pude ver menos borrosa luego de nuestro
primer encuentro.
En este punto recordé todo lo
aprendido sobre fantasmas, maldiciones y ajuste de cuentas con los vivos, pero
deje todo eso de lado, quizá esto me sucedió a mí en el tiempo justo, para
ayudar a un espectro, o por una razón cualquiera. Conforme fui aproximándome a
ella, la vista comenzó a fallarme
nuevamente – mi obstinación me empujo a acercarme lo más
que pudiera – tropecé y quedé a escasos pasos cerca de la chica, ésta volteo su
cabeza hacia mí, hizo algunos ademanes como si estuviese observándome, y cuando
tendió su mano para ayudarme a seguir en pie, simplemente las piernas ya no me sostenían.
El sonido de un tren a toda
velocidad surco las paredes en un eco estrepitoso, y vientos salidos de algún lugar
de mi imaginación, zurcían el recuerdo tardío
que llegaba a mi memoria a marejadas. Vi en el pálido reflejo de los ojos de la
chica mis propias lágrimas, su pierna rota, su mano deshilachada, en la que
rezumaban los vestigios sanguinolentos de una definición inhóspita de un final
decidido por la desesperación.
Los frenos del tren no
respondieron a los gritos de aquel instante, y el giro de un cuerpo al vacío
sobre una tristeza bellamente cincelada, procrearon a una venus sin nombre,
cuando faltaban diez minutos para las nueve de la noche. Me encontré llorando
en el andén, sentada sobre la pendiente que daba a los rieles. El dolor seguía
carcomiéndome las piernas, pero se iba alejando conforme fluía mi
aflicción.
Jamás había creído en nada; jamás
había creído ni siquiera en mí, hasta ese momento, en ese primer y último
encuentro.