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lunes, 13 de agosto de 2018

LA PISTOLA DE MATÍAS

El creacionista del día.  Marta Aragón R











A Matías Jenssen le gustaban mucho las armas. Entre sus posesiones más preciadas estaba un viejo revolver Smith & Wesson, modelo 1899, con cañón de cinco pulgadas y cacha de madera, que conservaba desde su juventud, y que siempre mantenía guardado en un cajón del tocador de luna redonda, en donde Clara, su mujer, guardaba la ropa interior. 




Matías tenía un carácter díscolo; era impredecible y con más vueltas que la cola de un alacrán, pero para su fortuna se había casado con una mujer paciente, que hacía de la tolerancia su mejor gala. Nadie extrañaba que él encabezara los pleitos que mantenían con la Ramirada, quienes eran mayoría en el Ejido Simón Berthold, del que Matías también era ejidatario. 




Los problemas surgieron por la posesión de Rancho Escondido, terreno propicio para la cría de ganado, que los Jenssen habían usado desde muchísimos años atrás. Primero fue Henry Jolliff, tío de Felipe Jenssen por su lado materno. Joliff se lo cedió a su sobrino para que criara ganado, pero vino el tiempo en que las tierras, antes federales, se volvieron ejidos. Oso Viejo pasó a formar parte del Ejido José María Leyva, y ante la imposibilidad de tener tierras ejidales en ejidos distintos, Felipe convenció a su hijo Matías de que fuera posesionario de tierras en el Ejido Simón Berthold. Y al paso del tiempo recibió dictamen presidencial firmado por el Presidente de la República en turno que lo nombraba como legítimo posesionario. 




Rancho Escondido era un sitio agreste, con valles en donde podría medrar el ganado sin desbalagarse por la región circundante. Un lugar protegido entre las montañas, tenía agua suficiente, aunque ferrosa, y pastos abundantes; ideal para la cría de ganado, de acceso difícil y no había otro asentamiento humano en muchos kilómetros a la redonda. Podría decirse, que aquella hoya entre las montañas de San Pedro Mártir formaba un potrero cercado de forma natural. 


Por años los Jenssen mantuvieron sus hatos de ganado en Rancho Escondido. Alberto García Grijalva, viejo sonorense, era el encargado de cuidar el lugar. Vivía en una cabaña hecha de piedras y allí, más solo que el número uno, pasaba la mayor parte del año. Durante las primaveras, García elaboraba sus famosos quesos azules que nadie comía porque adquirían ese color gracias a que colaba la cuajada en lienzos de mezclilla. El viejo recibía visitas en las temporadas de la corrida del ganado, o en esporádicas ocasiones si llegaba algún vaquero que anduviera buscando sus reses en aquel sitio. 



Los Ramírez, por otro lado, eran una familia completa que acapararon los derechos del Ejido Simón Berthold. Originarios de Sonora. El primero en adquirir un derecho fue el padre, y de allí siguieron los hijos varones y las hijas; los nietos mayores, hasta que el ejido era prácticamente de los Ramírez. Ya que todos los integrantes del Comisariado Ejidal se apellidaban así. Matías Jenssen, y unos cuantos ejidatarios, eran minoría. No tradaron mucho las dificultades: los Ramírez empezaron a pelear la posesión de Rancho Escondido, al mismo tiempo que luchaban por desposeer de grandes extensiones de terreno a los kiliwa. Los Ramírez eran gente conflictiva y de armas tomar. 




Sucedió que Matías, Enrique y Armando Jenssen, andaban campeando sus animales en Rancho Escondido. Montaban mulas alazanas. Matías iba armado con su viejo revólver calibre .38, por si salía una víbora y espantara a las bestias; pero en lugar de aquella sabandija, a quienes encontraron fue a los Ramírez; iban liderados por Melchor, el mayor de los hermanos. Llevaban amarrados en los tientos de las monturas un par de Winchester 30-30. Melchor increpó a los Jenssen con arrogancia y despotismo. Exigiéndole el permiso del comisariado ejidal para campear en sus tierras, a sabiendas de que Matías no contaba con uno, pues si los Ramírez conformaban el comisariado ejidal, sabían que no habían emitido ningún permiso. 





Se hicieron de palabras y entrados en calor, Melchor lanzó un puñetazo en la cara a Matías; éste detuvo el golpe metiendo el brazo derecho, pero la yompa de mezclilla se desgarró. La sangre se le subió a la cabeza y rápido sacó el viejo revólver Smith & Wesson y le apuntó al pecho al mayor de los Ramírez. El ambiente se puso tenso y todos se pusieron en alerta. Enrique y Armando quisieron remediar aquella situación. Matías continuaba con actitud amenazadora con el revolver sobre al pecho del contrario. Las palabras de Armando ablandaron a Matías. 




—No dispares. Vas a causarle un disgusto a padre. Sabes que está muy enfermo; un disgusto de estos lo va a empeorar. 



—¡Vámonos para Oso Viejo! 


Matías bajó el arma y la regresó al bolsillo de la chaparrera. El problema se diluyó en el acto, todos regresaron a sus lugares de origen. 



En Oso Viejo, Felipe Jenssen los recibió sorprendido; no esperaba que regresaran tan pronto. 



—Tuvimos problemas con los Ramírez. Matías y Melchor se pelearon porque no querían dejarnos campear en Rancho Escondido. Melchor intentó golpear a Matías, que sacó la pistola y lo amenazó; nosotros calmamos la cosa y mejor nos regresamos. 




Un denso y pesado silencio se instaló entre los cuatro hombres. Los azules ojos de Felipe Jenssen, entristecidos por la enfermedad terminal, recobraron fuerza y un brillo inusitados. Miró por largo tiempo a su hijo mayor, para soltarle en la cara un chorro de palabras airadas. 



—¡Eres un tonto, un idiota, imbécil! ¡Un burro piensa mejor que tú! ¡¿Cómo se te ocurre amenazar de muerte con una pistola a un hombre?! ¡¿Es que no piensas con la cabeza, tonto de remate?! ¡Eres mi hijo mayor, pero eres el más estúpido de todos! ¡Bien dicen que para tonto no se estudia y para ti de nada te sirvió la escuela! 




Matías, de ordinario rezongón y altanero, ante la ira de su padre guardó un silencio hermético, agachó la cabeza con la esperanza de que su padre se calmara; pero Felipe Jenssen se aplacó a medias, aunque su sentencia final se había despojado de ira, era tan contundente que hizo a Matías estremecerse de pies a cabeza. 





—¿No sabes que las pistolas no son para amenazar? ¡Las pistolas son para usarse, soberano idiota! 




El padre regresó a su habitación y Matías Jenssen salió de la casa hecho una furia. Armando fue detrás de él, temeroso de que Matías terminara lo que dejó inconcluso, y regresara a Rancho Escondido a matar a Melchor Ramírez. Con palabras suaves, lo convenció para que le prestara la pistola, porque saldría al amanecer rumbo al desierto a buscar unas reses. No fuera a salirle una víbora de cascabel. 






Al otro día, Armando hizo rumbo para el desierto que se extendía por la vertiente oriental de la sierra. Lo acompañó Melquiades Arce. Mientras Matías y Enrique se fueron a Buenavista por unas reses. 




Ya en el desierto, una tarde en la que sesteaban al amparo de la sombra de una roca enorme, Armando sacó el revolver para tirarle a unas latas oxidadas que había encontrado junto al aguaje. Acomodó los blancos y la distancia, le apuntó a las latas y tiró del gatillo: la pistola no tronó. Volvió a apuntar al blanco y tirar del detonador y de nuevo no salió el tiro; hasta que al quinto intento el disparo del viejo revólver Smith & Wesson calibre 38, modelo de 1899 con cañón de cinco pulgadas, disparó y el estampido resonó por el desierto. Un frío estremecimiento recorrió la espina dorsal de Armando Jenssen, al recordar los Winchester 30-30 amarrados de los tientos de las monturas de los Ramírez.











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