Hojeando una revista de modas, sólo por distracción, espero la salida del autobús a Ensenada en la terminal de la línea, en Tijuana. Ir de compras al gabacho, la verdad, me enfada: Desde comprar dólares, levantarse ese día casi de madrugada, sufrir una larga fila y avanzar con lentitud para cruzar, ver la cara agría del gringo, burlona -imagino-. De plano, ¡no!
“Tengo el once, este es mi asiento,” dice un joven como de treinta y tantos años, alto, moreno, bien parecido, de nariz aguileña. El pelo largo escapa de su tejana negra y cae sobre el cuello de su camisa azul a cuadros de diferentes tonos. Pantalón vaquero de mezclilla.
Sin decir más, se sienta junto a mí, al lado del pasillo. Se sumerge en el asiento con desparpajo, con placidez. Levanta su pierna derecha y, con un poco de dificultad por la estrechez del espacio entre los asientos, la pone en escuadra sobre la pierna izquierda. Su bota café, de pico, lustrosa. El autobús avanza, serpentea en la autopista.
“Vengo del otro lado. Estuve en la cárcel.”
Siento su mirada en mis piernas.
Mirándolo a la cara, le cuestiono por qué me dice eso; cierro la revista.
Sonriendo, responde: “Me inspira confianza.”
“¡Confianza!”
“Tiene cara de buena gente; además es usted bonita. Sí, de bonita y buena,” remarca. Prosigue sereno diciendo que pasaba droga. Era burrero, pero que alguien le puso dedo y lo detuvieron los güeros.
Sus ojos oliva, expresivos, encuentran los míos. Nerviosa, desvío la mirada hacia la ventana; observo el amplio tapete azul del océano y los amarillo, naranja y rojos del atardecer. Hermosa postal desde la Escénica.
Aún no entiendo su plática. ¿Qué ganaba con contarlo? Quizá sintió ansiedad, deseo de comunión. ¡No sé! Sentía su mirada clavada en mí.
“Al llegar al puerto, unos compas del jale, que no conozco, me esperan en una pick up guinda,” comenta con entusiasmo. “Pero, la neta, yo quiero dejar eso; es bien pinche estar encerrado,” susurra.
En la central camionera de Ensenada, el autobús se detiene. Con un adiós efusivo, se despide, sonríe. Baja con paso firme, se encamina hacia la salida.
Respiro tranquila.
En el andén espero que el maletero me entregue las bolsas de mis compras que vienen en la cajuela, junto a los equipajes de otros viajeros que, al igual que yo, aguardan su entrega. El ruido de los motores diésel de los autobuses que llegan o salen va en aumento.
Se escuchan gritos. Veo gente correr dentro de la terminal. Confusión y miedo en sus rostros.
Alcanzo la calle apurada.
El auricular del teléfono público cuelga, se mece cómo péndulo de reloj. Debajo de él, tirado en la banqueta, está el cuerpo sangrante de un hombre largo, frágil, muerto; como títere al que le han cortado los hilos. A mitad de la calle, los vientos de Santana en esta tarde-noche revolotean, juegan con la tejana.
Imagino un niño que corre tras un aro.
“Le dispararon desde una Cheyenne guinda”.
Pienso en mi compañero de viaje…
Intranquila, pegada a la pared, camino a la esquina del Oxxo para esperar a Rosa que viene por mí.
Unos golpes suaves tras el amplio cristal de la tienda…
¡Ahí está! ¡Es él! Alegre, da un sorbo a su café y, con un ademán de mano, me dice adiós.
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