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jueves, 14 de abril de 2016

CARTAS A UN FANTASMA

El creacionista del día. Orlando Toral






                





La muerte, el suave espectro al que todo mortal teme. Acariciante y sublime cual viento frío, anidado en la neblina pálida y extendido por la mano de invierno. Anhelada por algunos, despreciada por otros. Y al final, es la fe misma la que obliga a su dueño a jugar con su destino y con el de los demás. Tan quieta y paciente como tenebrosamente impredecible. No apresurará su paso pero tampoco hará sentir el aura de su llegada. Extiende su mano, permitiéndonos rosar con su terso y oscuro manto, y rápidamente nos vemos envueltos en un escalofriante velo de perdición y desesperación. Volvemos a incorporarnos y damos cuenta de que la flama, anunciada por toda una vida de calidez al lado de una persona, se consume a si misma hasta quedar completamente extinta.

Es ella el destino de todos nosotros.



.

Aquella mañana había vislumbrado, para cualquiera que no fuese yo, una luz mucho más alegre y colorida que cualquier otra alba pudo haber ofrecido. Sin embargo, no había sentimiento alguno que pudiese llenar mi ser. Mi corazón se encontraba cernido por las cenizas de un oscuro pasado que aún arañaba violento tras mis pasos. Y me estremecía por ello.

Me dirigí a la gran sala donde la luz ya se había permitido el paso a través de las grandes ventanas vidrieras.

Y entonces la vi.

De nueva cuenta estaba ahí, esperándome en el centro de la cuadrada mesa de roble que adorna el comedor; situada entre dos de las velas, casi consumidas por las flamas, que en las noches me habían protegido de la abrazadora oscuridad.

Me acerqué a ella y la tomé entre mis dedos decidido a que sufriría el mismo destino de las anteriores que habían aparecido en ese mismo lugar. Aquellas mismas que, teniendo el triste pensamiento de que se trataba de una broma cruel, yo había arrojado al fuego de la chimenea, lleno de ira y de dolor, a que ardieran junto a las brasas que estaban al rojo vivo.

Pero esta vez, cuando toque la hoja de papel, me invadió una curiosidad enorme por leerla. Algo me decía que la carta misma estaba llamándome. Y la desdoblé.



                                                                                                                             




“Noviembre de 1849

 No es de mi entero placer, amor mío, despojarte de los arrulladores brazos del descanso. Pero es que no encuentro palabra alguna capaz de describir el inmenso dolor que me aqueja por ya no tenerte a mi lado. Sabes que mi corazón siempre te perteneció y aun te pertenece, si es que aún es tu deseo, puesto que comprendo que el oscuro espectro de la muerte ya se ha interpuesto entre nosotros.


 Esta tarde me senté durante un largo rato en una de las bancas de piedra, en el jardín frente a la casa, pensando que la ausencia le había hecho perder su hermosura y la había vuelto sombría. Voltee hacia el ventanal de la sala y pude verte, sentado con la misma gracia y postura frente al piano, moviendo los dedos con la destreza que yo nunca pude igualar. Mas no logré escuchar notas armoniosas, nada que no fuera el chasquido de mis lágrimas golpeando el césped humedecido por el sereno. Y entonces, pensando en ti, no quise entrar. Solo me quedé sentada, recordando y llorando en esa misma banca en que me habías propuesto matrimonio, me quedé ahí hasta que las lágrimas secaron mis ojos y mi corazón lleno de remordimientos.

                               

Te amo Antonio, y nunca dejaré de amarte. Eres tú el dueño de mi corazón y me invade una enorme dicha cuando, en ocasiones, puedo sentir tu corazón latiendo en mi pecho. Lo sé, eres tú. Eres tu mi eterno y alado ángel e iré dichosa a donde quiera que me llames.
                               
Te extraño.
                                                                                                                            
                                                                                                                            
  Con amor: Silvia. ”



Fue entonces que la recordé tal y como era; alta y delgada, de piel fina y suavemente pálida; de cabellos ligeramente enrojecidos y entre rizados. La recordé sentada en esa banca de piedra que justo ahora estoy viendo. La traje de mis memorias viéndome con esa mirada que solo ella podía lanzar con sus ensoñadores ojos grises, tan claros y hermosos como el resplandor de la luna; susurrándome cosas tiernas mientras me perdía en la inmensidad del ensueño total con cada movimiento de sus labios rojos y delgadamente marcados; tocándome con sus tersas y delicadas manos que reposaban en mi piel cual seda; con ese vestido en tono beige y ligeramente adornado con finos encajes que a ella le encantaba usar.



Incluso el color vino de las cortinas me recordaba la ternura con la que me convenció para que las comprara y las colocara en la sala. Recorrí una de ellas con mi mano derecha, para descubrir la última de las ventanas que me ocultaba del radiante sol y me recargué sobre la misma. Me quedé mirando fijamente la banca de piedra. Quedé ahogándome en aguas turbias, ardiendo en los insanos jardines que me incitaban a recordar cada momento que pasé al lado de mi amada y que me hacían caer en la melancolía una vez más.



La recordé en vida, alegre, hermosa, con su bella forma de ser.Y traté de olvidar que apenas hacía algún tiempo ella se había marchado para no volver jamás. Traté de borrar el pensamiento de que,  en forma cruel y despiadada, ella me había abandonado.

Intentaba no ver más el desgraciado momento, pero estaba ahí, muy bien grabado en mi mente. Después de una insignificante riña y el inoportuno y maldito accidente, tirada en la cadencia de sus últimos respiros, desgarrada por su cuerpo mismo en su interminable agonía.

“– Perdóname Antonio, sabes que te amo.”

Desgastó sus últimas fuerzas para acariciarme y, dejando su cuerpo en mis brazos, cerró los ojos para no volver a abrirlos nunca más.

Sin embargo, lejos de sentir temor por saber que me escribía desde el más allá, me abrazaba una enorme dicha y un placentero suspiro de alivio. Entendí claramente que las cartas, que habían aparecido en la mesa, no habían sido una broma. Las fechas eran reales tanto como el contenido de ellas, la figura de las letras, el aroma, incluso la forma de enlazar las palabras eran de Silvia, de ella y de nadie más.


Fue entonces que comprendí también el simple y complicado sentido de la vida. No es fácil verlo al instante en que uno abre los ojos a ella.

En toda mi existencia había anhelado la inmortalidad, había buscado formas de poseer un aliento eterno que me permitiese burlar a la muerte y así perderle el miedo. Todo en aras de valorar la vida con más fervor.

Y no me daba cuenta de que estuvo frente a mí todo el tiempo. Cada pequeño momento, cada mínimo detalle tenía que ser joya de gran valor. Tenía que haber disfrutado de cada diminuto placer; desde el roce suave y cálido de la piel de mí esposa, hasta el más simple trago de agua resbalando por mi garganta.

La vida se encuentra nítida en cada respiro.

Deseaba vivir durante siglos pero no encuentro ahora mayor anhelo que la muerte. No es que le haya engendrado un inminente y rencoroso desprecio a la vida por despojarme de mi amada, sino por la sencilla razón de que me siento completamente saciado con lo que he vivido. No poseo adeudos materiales, espirituales ni morales. Estoy bien, bien y satisfecho conmigo mismo. Mi ser ya no se puede impresionar con facilidad. Ya no encuentro en el viento brisa que no haya tocado mi rostro, no encuentro sabor alguno que no haya deleitado mis labios, ni amor más puro que el que acabo de perder.

Llegado a este punto, la vida comienza a perder sentido. Ya no se puede esperar nada del destino.

Y es que, ¿Acaso puede alguien saber, con lujo de detalle, lo que el destino le tiene preparado? No. Y eso es lo hermoso de vivir. Saber que uno tiene mucho que hacer en tan poco tiempo. Conocer de nuestra propia fragilidad y de las enormes cosas que podemos lograr. Es ésta, la bella lección que nos ofrece tan sabia y oportunamente el don de la mortalidad. La hermosa vida. Pues sabemos que no es más que un exquisito sueño del que, sin saber en qué momento, despertaremos. Y se convierte en un temor que nos persigue. No a que seamos llamados a nuestro juicio, sino a la ignorancia respecto al momento en que éste llegue… “¿Habremos cumplido todos nuestros anhelos?, ¿Habremos corregido todos nuestros errores?, ¿Realmente habremos amado con todo el corazón?”


Ahí estaba yo, logrando al fin resolver mis interrogantes y entendiendo las cosas que anteriormente no había podido comprender.


Caminé hacia mi despacho, busqué papel, tinta y pluma… Y me senté frente al escritorio.

                                                   






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