La muerte, el suave espectro al que todo mortal teme.
Acariciante y sublime cual viento frío, anidado en la neblina pálida y
extendido por la mano de invierno. Anhelada por algunos, despreciada por otros.
Y al final, es la fe misma la que obliga a su dueño a jugar con su destino y
con el de los demás. Tan quieta y paciente como tenebrosamente impredecible. No
apresurará su paso pero tampoco hará sentir el aura de su llegada. Extiende su
mano, permitiéndonos rosar con su terso y oscuro manto, y rápidamente nos vemos
envueltos en un escalofriante velo de perdición y desesperación. Volvemos a
incorporarnos y damos cuenta de que la flama, anunciada por toda una vida de
calidez al lado de una persona, se consume a si misma hasta quedar
completamente extinta.
Es ella el destino de todos nosotros.
.
Aquella mañana había vislumbrado, para cualquiera que no
fuese yo, una luz mucho más alegre y colorida que cualquier otra alba pudo
haber ofrecido. Sin embargo, no había sentimiento alguno que pudiese llenar mi
ser. Mi corazón se encontraba cernido por las cenizas de un oscuro pasado que
aún arañaba violento tras mis pasos. Y me estremecía por ello.
Me dirigí a la gran sala donde la luz ya se había
permitido el paso a través de las grandes ventanas vidrieras.
Y entonces la vi.
De nueva cuenta estaba ahí, esperándome en el centro de
la cuadrada mesa de roble que adorna el comedor; situada entre dos de las
velas, casi consumidas por las flamas, que en las noches me habían protegido de
la abrazadora oscuridad.
Me acerqué a ella y la tomé entre mis dedos decidido a
que sufriría el mismo destino de las anteriores que habían aparecido en ese
mismo lugar. Aquellas mismas que, teniendo el triste pensamiento de que se
trataba de una broma cruel, yo había arrojado al fuego de la chimenea, lleno de
ira y de dolor, a que ardieran junto a las brasas que estaban al rojo vivo.
Pero esta vez, cuando toque la hoja de papel, me invadió
una curiosidad enorme por leerla. Algo me decía que la carta misma estaba
llamándome. Y la desdoblé.
“Noviembre de 1849
No
es de mi entero placer, amor mío, despojarte de los arrulladores brazos del
descanso. Pero es que no encuentro palabra alguna capaz de describir el inmenso
dolor que me aqueja por ya no tenerte a mi lado. Sabes que mi corazón siempre
te perteneció y aun te pertenece, si es que aún es tu deseo, puesto que
comprendo que el oscuro espectro de la muerte ya se ha interpuesto entre
nosotros.
Esta
tarde me senté durante un largo rato en una de las bancas de piedra, en el
jardín frente a la casa, pensando que la ausencia le había hecho perder su
hermosura y la había vuelto sombría. Voltee hacia el ventanal de la sala y pude
verte, sentado con la misma gracia y postura frente al piano, moviendo los
dedos con la destreza que yo nunca pude igualar. Mas no logré escuchar notas
armoniosas, nada que no fuera el chasquido de mis lágrimas golpeando el césped
humedecido por el sereno. Y entonces, pensando en ti, no quise entrar. Solo me
quedé sentada, recordando y llorando en esa misma banca en que me habías
propuesto matrimonio, me quedé ahí hasta que las lágrimas secaron mis ojos y mi
corazón lleno de remordimientos.
Te
amo Antonio, y nunca dejaré de amarte. Eres tú el dueño de mi corazón y me
invade una enorme dicha cuando, en ocasiones, puedo sentir tu corazón latiendo
en mi pecho. Lo sé, eres tú. Eres tu mi eterno y alado ángel e iré dichosa a
donde quiera que me llames.
Te
extraño.
Con
amor: Silvia.
”
Fue entonces que la recordé tal y como era; alta y
delgada, de piel fina y suavemente pálida; de cabellos ligeramente enrojecidos
y entre rizados. La recordé sentada en esa banca de piedra que justo ahora
estoy viendo. La traje de mis memorias viéndome con esa mirada que solo ella
podía lanzar con sus ensoñadores ojos grises, tan claros y hermosos como el
resplandor de la luna; susurrándome cosas tiernas mientras me perdía en la
inmensidad del ensueño total con cada movimiento de sus labios rojos y
delgadamente marcados; tocándome con sus tersas y delicadas manos que reposaban
en mi piel cual seda; con ese vestido en tono beige y ligeramente adornado con
finos encajes que a ella le encantaba usar.
Incluso el color vino de las cortinas me recordaba la
ternura con la que me convenció para que las comprara y las colocara en la
sala. Recorrí una de ellas con mi mano derecha, para descubrir la última de las
ventanas que me ocultaba del radiante sol y me recargué sobre la misma. Me
quedé mirando fijamente la banca de piedra. Quedé ahogándome en aguas turbias,
ardiendo en los insanos jardines que me incitaban a recordar cada momento que
pasé al lado de mi amada y que me hacían caer en la melancolía una vez más.
La recordé en vida, alegre, hermosa, con su bella forma
de ser.Y traté de olvidar que apenas hacía algún tiempo ella se
había marchado para no volver jamás. Traté de borrar el pensamiento de
que, en forma cruel y despiadada, ella
me había abandonado.
Intentaba no ver más el desgraciado momento, pero estaba
ahí, muy bien grabado en mi mente. Después de una insignificante riña y el
inoportuno y maldito accidente, tirada en la cadencia de sus últimos respiros,
desgarrada por su cuerpo mismo en su interminable agonía.
“– Perdóname Antonio, sabes que te amo.”
Desgastó sus últimas fuerzas para acariciarme y, dejando
su cuerpo en mis brazos, cerró los ojos para no volver a abrirlos nunca más.
Sin embargo, lejos de sentir temor por saber que me
escribía desde el más allá, me abrazaba una enorme dicha y un placentero
suspiro de alivio. Entendí claramente que las cartas, que habían aparecido
en la mesa, no habían sido una broma. Las fechas eran reales tanto como el
contenido de ellas, la figura de las letras, el aroma, incluso la forma de
enlazar las palabras eran de Silvia, de ella y de nadie más.
Fue entonces que comprendí también el simple y complicado sentido de la vida. No es fácil verlo al instante en que uno abre los ojos a ella.
En toda mi existencia había anhelado la inmortalidad,
había buscado formas de poseer un aliento eterno que me permitiese burlar a la
muerte y así perderle el miedo. Todo en aras de valorar la vida con más fervor.
Y no me daba cuenta de que estuvo frente a mí todo el
tiempo. Cada pequeño momento, cada mínimo detalle tenía que ser joya de gran
valor. Tenía que haber disfrutado de cada diminuto placer; desde el roce suave
y cálido de la piel de mí esposa, hasta el más simple trago de agua resbalando
por mi garganta.
La vida se encuentra nítida en cada respiro.
Deseaba vivir durante siglos pero no encuentro ahora
mayor anhelo que la muerte. No es que le haya engendrado un inminente y
rencoroso desprecio a la vida por despojarme de mi amada, sino por la sencilla
razón de que me siento completamente saciado con lo que he vivido. No poseo
adeudos materiales, espirituales ni morales. Estoy bien, bien y satisfecho
conmigo mismo. Mi ser ya no se puede impresionar con facilidad. Ya no encuentro
en el viento brisa que no haya tocado mi rostro, no encuentro sabor alguno que
no haya deleitado mis labios, ni amor más puro que el que acabo de perder.
Llegado a este punto, la vida comienza a perder sentido.
Ya no se puede esperar nada del destino.
Y es que, ¿Acaso puede alguien saber, con lujo de
detalle, lo que el destino le tiene preparado? No. Y eso es lo hermoso de
vivir. Saber que uno tiene mucho que hacer en tan poco tiempo. Conocer de
nuestra propia fragilidad y de las enormes cosas que podemos lograr. Es ésta, la bella lección que nos ofrece tan sabia y
oportunamente el don de la mortalidad. La hermosa vida. Pues sabemos que no es
más que un exquisito sueño del que, sin saber en qué momento, despertaremos. Y
se convierte en un temor que nos persigue. No a que seamos llamados a nuestro
juicio, sino a la ignorancia respecto al momento en que éste llegue… “¿Habremos
cumplido todos nuestros anhelos?, ¿Habremos corregido todos nuestros errores?,
¿Realmente habremos amado con todo el corazón?”
Ahí estaba yo, logrando al fin resolver mis interrogantes
y entendiendo las cosas que anteriormente no había podido comprender.
Caminé hacia mi despacho, busqué papel, tinta y pluma… Y me senté frente al escritorio.
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