El creacionista del dÍa. Gerardo Gonzalez
Las voces susurraban
a sus oídos.
Las palabras que
lentamente entraban a través de sus orejas, resonaban cual eco en una gran
cueva dentro de su cabeza.
― Hazlo. (Hazlo,
haz-lo, hazlo).
Su pensamiento era
confuso, no podía pensar con claridad. Lo único que podía escuchar era el
acelerado pulso de su corazón y el resonar de aquellas palabras dentro de ella.
― Hazlo. (Haz-lo,
hazlo, haz-lo).
Trató de pensar con
claridad, de preguntarse el por qué tenía que hacerlo. Trató de recordar pero,
simplemente, no podía hacerlo. No recordaba las situaciones que la habían
llevado ahí, ¿Hubo una discusión o había sido una pelea? Alguien le había hecho
sentir una sensación que no era para nada de su agrado.
― No im-por-ta. (No
importa, nada importa, no i-m-por-ta).
Tenía que haber
algo, tenía que importar. No podía hacerlo sin saber, todo tenía un porque pero
todo le resultaba bastante vago. Mientras trataba de recordar, haciendo un
esfuerzo en su mente, algo comenzaba a molestarle. No sabía el por qué pero
comenzó a sentir enojo, frustración, coraje.
― Enójate
(E-nó-ja-te, haz-lo, no impor-ta).
Las voces seguían
susurrándole las palabras. ¿Tendrían razón? Claro
que la tienen, ellas me entienden, me entienden, comenzó a pensar. ¿Tendría
que buscar una razón para hacerlo? No, con lo enojada que comenzaba sentirse no
había razón alguna para no hacerlo.
― Hazlo. (Haz-lo,
hazlo, ha-z-l-o).
Alguien le había
dicho alguna vez que cuando estuviera enojada no tomara decisiones, ¿Había sido
esa la misma persona que le causaba el enojo? No, no era la misma. No sabía a
ciencia cierta porque lo podía asegurar pero sabía que no era la misma. ¿Quién
le había aconsejado esa frase? ¿Lo había hecho para calmarla o para quitarse un
problema de encima? No, se lo había dicho amablemente, se lo había dicho como
un consejo. Si, había sido un consejo.
Una lágrima escurrió
de su mejilla y el panorama comenzó a abrirse un poco. En el horizonte el sol
comenzaba a esconderse dentro de la tierra, había nubes y el cielo trazaba
algunos tonos rojizos que poco a poco iban siendo consumidos por la inmensa
oscuridad que se avecinaba.
Se limpió la lágrima
de la mejilla. ¿Por qué tengo que
hacerlo? Pensó. ¿Qué hago aquí?
― Hazlo, no
preguntes. (No pre-gun-tes, haz-lo, no impor-ta).
Las voces seguían
susurrando a sus oídos, cada vez en un tono más alto, más fuerte. El eco en su
cabeza era mayor, si antes no podía concentrarse con claridad, parecía que
ahora no podía ni intentarlo.
― Hazlo. (No
pre-gun-tes).
― Hazlo. (¡No
importa!, Haz-lo).
― Hazlo. (¡No preguntes!,
¡No importa!, ¡Hazlo!)
Las voces alzaban su
tono más y más, poco a poco le parecían gritos dentro de su cabeza. Los suaves
y retorcidos susurros que le habían guiado hasta ese momento se habían
transformado en monstruos que le gritaban y ordenaban que lo hiciera.
Tapó sus oídos con
las palmas de sus manos.
Cállense.
― Hazlo. (¡No
preguntes!, ¡No importa!, ¡Hazlo!)
Cállense.
― Hazlo. (¡No
importa!, Haz-lo).
Apretó con más
fuerza, aferrándose a la idea de que aquellas voces estaban fuera de ella.
― Hazlo. (¡No
silencio!, Haz-lo).
― ¡NO! ― Gritó con todas sus
fuerzas y dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose hasta perder el equilibrio
y caer duramente sobre el cemento.
― Levántate. (Haz-lo,
le-van-ta-te, hazlo).
― No... no quiero.
Mantuvo fuertemente
apretadas sus manos con su cabeza y comenzó a llorar. Finalmente recordó.
Por la tarde había
descubierto que su prometido se estaba acostando con otra chica, desde hace
varios meses al parecer. Él había tratado de justificarse pero para ella no
existía justificación alguna, quería morirse. La fiesta, la iglesia, el
vestido, la banda, los regalos…
Así es como había
comenzado a escuchar aquellas voces y se había subido al edificio en
construcción cerca de su casa. Era sábado y el guardia estaba durmiendo la
siesta, no le fue difícil subir hasta el último piso posible y asomarse por el
filo del mismo.
Aquél consejo había
sido de su padre, quien había fallecido hace un par de años.
Descubrió sus oídos
y trató de escuchar con atención. Ya no había voces, el sol no se había
terminado de ocultar y una suave brisa soplaba, si se levantaba rápidamente y
bajaba con cuidado, todavía podría llegar con algo de luz a casa. La cadera le
dolía y tenía los codos raspados, pero extrañamente se sentía mejor.