…el áspero sonido rasgó telas, resquebrajó vidrios e hizo a
la manifestación disgregarse como en un tiro de billar. Los cuerpos de los
manifestantes iban de un lado a otro, golpeándose entre sí, y los gritos no
podían distinguirse de forma individual, sino como un enorme amasijo de
sonideros, que subían fundiéndose bajo el terrible acto despellejante del calor
solar.
Era casi medio día y el pavimento no respetaba la piel de
las jovencitas que, pecho en tierra, moqueaban aterrorizadas por la ráfaga de
-tres o cinco- balas que se habían soltado. Jóvenes de pinta oscura, de
estandartes rojos o anaranjados, tatuadas pieles, de piercings en el rostro y
en salvas sean las partes, ademanes de “soy un radical rojísimo”, ahora pedían
el refugio de los brazos de mamá.
El alarido crecía y los iba abrazando y sujetando con
violencia, para luego lanzarlos por la avenida, como se lanza un trompo,
disgregándolos en la carrera. Los débiles cayeron y fueron abandonados a su
suerte. Los listos, así como los abusones, fueron los primeros en levantar
polvareda tras sus pies y, sin voltear, no les importó abandonar monumentos o
estatuas de sal que fueran quedando al cimbrarse, con los disparos, en esa parte de la
ciudad.
Pocos vieron la llegada de las camionetas antimotines, ellos observaban de cerca. Pocos se percataron de los pasos del comandante
hacia el centro de la multitud, abriéndose camino a codazos, para intentar
tomar la palabra.
La protesta era debido al insulto cometido al pueblo por la
imposición de ese fallido monumento. Se trataba de una burla que reafirmaba el
colonialismo. Apretar la herida moral de los caídos que, durante siglos, habían
luchado contra la opresión del rico sobre el pobre, del conquistador sobre el
conquistado. Un monumento a la barbarie, levantar en bronce una estatua que
dignifica el racismo, la discriminación.
Apenas el comandante logró acercarse al centro del barullo,
una detonación desató la furia y el terror de la masa que, como gigante herido,
se sacudió arrojando sus células, a manera de cuerpos humanos. El comandante,
por instinto de supervivencia, extrajó su pistola tipo escuadra del cinto y
levantándola, hizo un esfuerzo ante los empujones que lo iban arrastrando
en la barahúnda, lanzó tres disparos al aire para que la gente se replegara.
Uno de los oficiales, parapetado junto a las camionetas
antimotines, con los demás policías, como espectador de la protesta, no pudo
controlar el miedo a que un proyectil lo alcanzara, y tras escuchar el
estallido y las balas disparadas al aire, abrió fuego hacia la multitud que
intentaba escapar; cerrando los ojos, y sin dejar de pensar en sus dos niños
que a esa misma hora se encontrarían cómodos y alegres en su salón de clase en
una escuela primaria del sur de la ciudad. Tuvo que pensar: a que lloren en mi
casa a que lloren en la tuya, que lloren en la tuya.
Más adelante se supo que tres víctimas fueron alcanzadas
por las balas: aquel viene-viene que ayudaba a acomodar los carros en esa zona
de la avenida, junto al café Impala, la señora del silbato que siempre anda
sucia y alcoholizada y que constantemente suena que suena una botella de
plástico donde tiene metidas algunas piedritas, y un hombre de poco más de
cincuenta años que limpiaba las ventanas del banco HSBC, enfrentito del monumento.
Los primeros que huyeron, no tardaron en llegar a El
Templo. Se trataba de la mayoría de los organizadores, junto con algunos
jóvenes que corrieron en la estampida, siguiendo los pasos sin saber a dónde se
dirigían, en busca de refugio. El calor y la carrera habían sido tremendos.
Nada como llegar a la sombra y bajo la frescura del aire acondicionado que
ofrecía el bar mencionado, en el que constantemente se realizaban las
reuniones, cargadas de ideologías, y desde donde se había lanzado, dos meses
atrás, la convocatoria para la protesta, que exigía sin miramientos y sin
retroceder un palmo, a las autoridades del Ayuntamiento retirar de forma
inmediata aquel monumento, signo de la deshonra a un pueblo maya que todos
teníamos latiendo en nuestras venas.
Las reuniones habían comenzado en un café; luego las redes
sociales acrecentaron el número de seguidores, las columnas en periódicos, las
bitácoras electrónicas, los mensajes a celular, y la transmisión de slogans en
estaciones de radio de la
Internet poco a poco hicieron mella en la conciencia pública.
En los cafés del Centro Histórico se escuchaban las mismas
pláticas. Era el tema de todos los días y todo aquel que se preciara de
conducirse como ente izquierdoso, sabiendo a pie juntillas la vida del Ché
Guevara, hasta llevarlo tatuado en la mente, el pecho, hombro, tetilla o nalga,
tendría que aceptar como deber el apoyar la causa.
Ay de aquellos ilusos que no querían sumarse a la protesta.
Cómo podían dormir sin utilizar su pluma con el coraje que implicaba ser
escritor. Cómo escribir sobre la hoja en blanco sin señalar, junto con toda la
masa creciente, la deshonra con que, a mansalva, la administración pública,
había golpeado a la sociedad justo cuando iba a entregar la alcaldía a sus
sucesores.
Los tipejos que soltaban sus diatribas en contra de la
protesta no eran más que unos fariseos ilusos, que hacen la cruz en la frente y
se santiguan al ver el color rojo y el dorado del martillo y la hoz ondeando en
las banderas, besa oligárquicos, ladrones o estafadores. Cómo se hacen llamar escritores, por eso nadie lee sus libros, jamás publicarían en la verdadera
prensa escrita de la Gran Ciudad ,
esa de la dignidad y qué se yo.
Ya en El Templo, donde las reuniones se hicieron continuas
e intimistas, donde de ser desconocidos con el tiempo fueron considerándose
familiares, hermanos, compañeros todos, hasta convertirla en Centro Cultural
Alternativo, y no refugio de vagos marginales, como algunos reporteros vendidos
acostumbraban señalarlos; ya en El Templo, y a buen resguardo, fueron acercando
las mesas para sentarse a departir sus testimonios. ¿Cómo pudieron dispararnos?
Algunos aun estaban a la espera de que llegaran por ellos y los arrestaran. El
dueño del sitio, que los conocía a todos, escuchó y tomó al aire muchas de las
historias que, de manera dispersa iban soltando cada uno para ir tejiendo la
imagen de lo que había pasado.
Pusó a los meseros a servir de inmediato cervezas heladas
que mitigaran sed y miedo, para que la adrenalina fuera bajando, y pidió que se
cerrarán las puertas. “Si alguien más llega, que se identifique o se vaya a la
chingada; nadie mas entrará que no sea conocido”. Una vez que los refugiados
hubieron empinado las botellas para refrescarse, y después del ahh, necesario
en el suspiro, la calma volvió a todos y el silencio se hizo presente.
La mañana de ese día era prometedora. Los estudiantes
llevaban semanas esperando la fecha, y una vez que sus padres o madres los
dejaron en la puerta de sus escuelas, fueron juntándose por las esquinas,
engrosando minuto a minuto el contingente. En la cháchara mañanera, discutieron
estrategias, platicaron las noticias nacionales – era necesario estar informado – encendieron cigarrillos, trazaron sus lemas y consignas en cartulinas rosadas,
amarillas, verdes, tratando de dejar en claro que su rebeldía y rayar las
clases ese día, era por una causa que justificaba totalmente su vida que
comenzaba a abrirse a los ideales.
El eco de los mártires del 68 volaba sobre sus conciencias,
los acuerdos de San Andrés, la matanza de Acteal, Atenco, todo junto, hasta el
rescate de los mineros de Chile, eran motivo de inspiración para tomar el ánimo
justo que requería ser partícipe del movimiento.
¡Qué nos duran los narcos!, gritaban, ¡Abajo los políticos!
Y alguien encendía una bachita de olor dulzón y la rolaba con las quinceañeras
preparatorianas, que se habían arremangado las faldas de tablones, se subían las
blusas blancas dejando al aire los ombligos, y exhalaban, muy entronas, el humo
verde de la vida verdadera, ¡Qué nos duran los malditos partidócratas! Y metían
el humo una vez más para aguantarlo en el pulmón, mientras pasaban el cigarro a
sus compañeras.
Fueron llegando al lugar de reunión de manera puntual,
agrupándose en la explanada del Impala, en la entrada del Gran Café, en los
camellones. Hasta que el oficial que dirigía el tráfico en el crucero tuvo que
pensar que era mejor moverse, ya que eran demasiados los jóvenes de aspecto
“raro” que se empezaban a reunir a su alrededor. Una patrulla llegó pero sus
tripulantes no descendieron del vehículo (algunos manifestantes luego dijeron
haberse percatado que hacían llamadas por la radio). Fue entonces cuando dos de
los organizadores saltaron al tráfico para pedirle a los vehículos, que
transitaban por la calle 47, que no doblaran sobre la avenida. Los
manifestantes entonces tomaron la calle en tres movimientos:
Los organizadores previeron con antelación no importunar el
tráfico. El reloj marcaba las 8 con 30 de la mañana del 12 de octubre y
muchos de los voluntarios cubrieron la entrada al Paseo de Montejo, sobre la
calle 60; mientras otros bloquearon la entrada hacia el paso conocido como El
Remate. Un grupo más atajó el carril norte-sur de la avenida, desviando el
tráfico hacia la calle 45, la de las casas gemelas. El tráfico estaba
contenido. Entonces habilitaron un amplificador, micrófonos, altavoces y uno de
los ideólogos del movimiento tomó la palabra.
El discurso fue breve pero conmovedor. El ideólogo tenía
callo; había formado parte del PSUM y presumía haber trabado amistad, en
aquellos días, nada menos que con el mismo José Revueltas, cuando el escritor
recorriera el país entero formando a los jóvenes comunistas. Sus días de
mozuelo los había pasado entre las filas rojas, había contado innumerables
veces como había estado cerca del Charras.
Los primeros años de 1970, cuando el partido oficial era
duro con las juventudes. Los estudiantes de la Escuela Secundaria
Federal Número 1 se habían rebelado tomando el edificio y sacando a la planta
docente a la calle. El mismo Charras había ido a la escuela para ver el
movimiento juvenil que se había gestado. El director del centro educativo llamó
a las autoridades. La información llegó hasta oídos de los universitarios, y de
ahí a sus líderes, que acudieron en apoyo de los alumnos; fue entonces, cuando nuestro orador, de este presente, miró
la espigada figura de aquel reformador del sindicalismo yucateco caminar por el
patio de su escuela secundaria. Incluso presumía cómo el Charras se detuvo ante
él para removerle los cabellos con su morena mano, dedicándole una sonrisa
abierta.
Por ello, cuando el cuerpo del Charras apareció
descuartizado en el monte, a orilla de la carretera, se le estrujó el corazón
como hoy al recordarlo. Ahora sabía que pronto llegaría el momento para pasar
la estafeta. Pero así como el mismo Juárez se había dicho innumerables veces
que no podía dejar la presidencia por miedo a lo qué sería del país, nuestro
orador tenía miedo de abandonar la lucha social, ya que ningún joven demostraba la capacidad de ser un dirigente capaz., mientras aun tuviera fuerzas seguiría
trepado en sus ideas, uniéndose a la juventud, y educando en la ideología
libertaria.
Nuestro orador rebasa los cincuenta años pero rebosa
juventud, lleva siempre pantaloncillos dockers brinca charcos, generalmente
color caqui, o de mezclilla furor o levi’s; tenis blancos, las más de las
veces, que no pueden ser sino adidas o nike; su tez es morena, por ser digno
representante del campo en donde nació, y tanto las canas en su pelo rizado,
como las prominentes entradas en su cabeza, junto con sus lentes, beneton, para
apoyarle en su miopía, son signos de la experiencia que tiene en sus espaldas.
Una vez que el tránsito vehicular estaba controlado, y que
algunos reporteros madrugadores habían llegado y tenían el boletín de prensa
que enviaron los organizadores; el orador sacó su blackberry y comenzó a dar
lectura a un discurso que conmovió, para concluir su intervención dijo algo mas
o menos así: “resulta inmoral e innoble que en esta Muy Leal Ciudad de…,
permitamos al grupo de oligárquicos en el poder, la vergüenza de levantar el
monumento…, que no hace mas que demostrar, una ciudad dividida entre los del
dinero, y los que somos el verdadero pueblo”.
Algunos reporteros, que conocían su trayectoria, se miraban
unos a otros no entendían porque el orador señalara aquello, cuando era de
todos sabido que gozaba de un sueldo como asesor cultural en el gobierno
actual, que había brincado de partido en partido, intentando ser, sin conseguirlo,
diputado o alcalde. El orador llevaba años a sueldo en el gobierno, pasando de
un sexenio a otro, siempre a tiempo para tomarse la foto con el gobernador en
turno, sin importar los colores partidistas, ni las ideologías sociales. Todo
un aviador jamás comprometido con otra causa que no fuera la suya.
“Por eso compañeros y compañeras –continuaba- nos hemos
reunido acá, con huevos, con ovarios, -la equidad siempre presente-, para
gritarles en la cara: Que no levantamos estatuas a los asesinos. No edificamos
homenajes a los conquistadores. Decimos: No a la discriminación. Gritamos: Yo
no discrimino”.
Los manifestantes se contagiaron de la euforia y levantando el puño gritaban: No a los Montejo, No a los Montejo, y las voces y
porras se intercalaban con: Yo no discrimino, Yo no discrimino; es ahí cuando la temperatura sube, y el sonido se levanta como un
enorme dragón cargado de decibeles, la euforia se contagia y se transmite piel
a piel, de mirada en mirada, y se esparce por los sudores. El griterío era tal
que muchas parejas aprovecharon para fundirse en besos, abrazos; otros se
acariciaron al sentirse contagiados de estas emociones que los situaban por
encima de la historia.
Una mujer delgadísima dio unos pasos adelante, se
desprendió de la túnica que la cubría y quedó desnuda frente a todos, solamente
portando unos lentes oscuros. Los organizadores junto con algunos voluntarios
hicieron retroceder a la gente, y la mujer escaló el monumento, permitiendo que
hasta los más lejanos pudieran apreciarla en todo su esplendor. El reloj marcaba las 9 y 40 de la mañana, a esa hora la luz
permanece a tonalidades de azul. La mujer, a la distancia, parecía mucho más
bella que lo que en verdad es, lo cual resultaba excelente para su
representación, por el golpe visual que representaba.
La mujer, que acá llamaremos La Monodidáctica ,
escaló ágilmente el monumento, se situó de forma tal que pudo tomar con la boca
el dedo de uno de los personajes ahí representados en el bronce, el cual
mantenía el brazo extendido hacia el frente, cuando tuvo el dedo dentro de la
boca comenzó a chuparlo y lamerlo, mientras frotaba su cuerpo contra los bultos
metalizados, usando manos, senos y piernas para acariciar todo el bronce, de
los dos personajes representados; cuando La
Monodidáctica presentó a los organizadores la idea del
performance, había explicado que lo que intentaría representar era el
sometimiento del pueblo, y el triunfo del amor sobre el odio de los
conquistadores. Puede mas un beso que una bala, había dicho, es mejor un orgasmo
que un asesinato, recalcó. Lo estaba consiguiendo. La multitud languidecía frente a su
representación. La mujer lucía un delgado trasero, muy estético, y llevaba
cortado el vello del pubis al rape; entre tanto realizaba la felación al dedo, se
contoneaba y gemía, enseñando el culo en todo su esplendor a la miradas
silenciosas de los manifestantes, por lo que los suspiros de la multitud
crecían y excitaban a los ahí reunidos (¿dije que muchos eran
preparatorianos?). No faltaron parejitas que se brindaron arrumacos románticos
necesarios en esta revolución de ideas, en consonancia con La Monodidáctica. P ocos
vieron a los policías llegar y rodearlos.
Súbitamente, como alcanzando el orgasmo, La Monodidáctica
sacudió el cuerpo en varios espasmos, empujando la cadera hacia la pelvis de
uno de los monigotes de bronce, de inmediato tomó una lata que oportunamente le
habían acercado, y se derramó encima su contenido - pintura roja - sobre sus
pequeños y respingados pechos de niña. El efecto del sol en el cuerpo manchado de pintura de la
mujer fue un acto erótico que muchos de los que tuvimos la oportunidad de
presenciar, jamás nos arrancaremos de la mente; alguien le acercó un listón de
color claro, de cinco centímetros de ancho, que llevaba escrito - Yo no discrimino - lo levantó para luego amarrárselo en la frente.
El parangón, las pancartas y otros listones que habían
sido repartidos oportunamente, fueron levantándose sostenidos por la multitud.
Los fotógrafos de la prensa aprovecharon para disparar sus cámaras, y el
remolino humano comenzó a lanzar escupitajos sobre aquel símbolo de bronce. Un
joven se sacó el miembro flácido y orinó la base del monumento, mientras otros
jóvenes intrépidos pegaron, con cinta canela, pancartas alrededor del mismo
basamento; eso sí, todo mundo se cuidó de no dañar la obra con pintas o
roturas: un poco de orina y algunos salivazos, no importaban.
El comandante se abrió paso entre los cuerpos
juveniles, y la detonación se hizo escuchar causando conmoción y pánico. El acto
reflejo del comandante fue disparar al aire, y el terror del agente que creyó
que podría morir ahí mismo, dejando a sus hijos huérfanos: “a que lloren en mi
casa, que lloren en la tuya”, le obligó a abrir fuego sobre la multitud. Tres personas cayeron por las balas y la multitud, al huir
descontrolada, dejó varios desmayados, muchos con raspaduras y laceraciones. El
agente fue detenido, esperaba el regaño en la parte trasera de la patrulla, llevaba la cabeza gacha y no dejaba de llorar.
Hubo más de cuarenta detenidos. Una mujer de larga
cabellera de no más de 17 años, corpulenta, llevaba una camisa blanca que tenía
pintado en letras verdes - ¡Has patria, mata un…! - fue esposada y trepada con
lujo de violencia a una camioneta; la bota de un agente fue a estrellarse
contra sus piernas, flancos, brazos, hasta romperle la nariz y los labios - Se
lastimó sola - dijeron, durante los empujones la pisoteó la muchedumbre.
Los organizadores habían desaparecido de la escena. La
detonación fue un petardo, hecho con pólvora y sosquil, de uso común en las
festividades de las iglesias y los gremios, cualquiera pudo soltarlo, pero los
40 detenidos fueron fichados e interrogados durante semanas. Las autoridades
acusaron formalmente a la mujer de la camiseta blanca con el slogan al que
calificaron como: incitación a la violencia y causa de riesgo para la ciudad.
Mientras eso ocurría en la calle, los organizadores, y los
que pudieron lograrlo, se refugiaron en El Templo. El silencio volaba sobre los ahí reunidos que mantenían las
caras largas. pocos aún respiraban de manera entrecortada; la cerveza comenzaba
a realizar su función, aflojar músculos, relajar el pensamiento, sonreír la
travesura. Quizá para romper el silencio, La Monodidáctica dijo:
– Al menos el tiempo alcanzó para que todos miraran el
performance…
Uno de los organizadores, muy querido por la banda marginal
por que su pensamiento iba de acuerdo a sus actos, perdió los estribos y se
volteó hacia ella, con los ojos cargados de ira:
– ¿Es lo único que te interesa? – hizo una pausa intentando
contenerse y apretó la mano sobre la botella de cerveza, bebió un trago y sin
lograr calmarse continuó – Puede haber gente muerta, pudimos perder a muchos
camaradas y tú sólo piensas en tu performance…
El orador del blackberry puso su mano en el hombro de La Monodidáctica y está
bebió su cerveza, bajando la cara, mientras lo escuchaba:
– Ella tiene razón. Grabé en video el performance, y el
inicio de los disparos. Ya lo he subido a mi Muro. Ahora sí le partiremos la
madre al gobierno. Ese contingente de paramilitares que nos atacó no quedará
impune, sacaremos de la cárcel a los detenidos, y haremos pagar a los
oficiales, empezando por el secretario de seguridad pública. Despídanse de ese
maldito monumento – al decir esto no dejaba de levantar en el aire su oficina
móvil, mientras que algunos aplaudían y silbaban; los ahí reunidos se arremolinaron junto a los tres que
debatían, brindándole mayor importancia al orador que levantaba el blackberry,
como si fuera una reliquia que curara todos los males milagrosamente. Alguien
preguntó:
– ¿Ya tienes comentarios? ¿Qué han dicho?
– Hay cinco. Uno es de Ciudad Juárez y dice que es
indignante, que difundirá el vídeo. Dos son de Cuba, incluso, también hay del
Distrito federal, uno te felicita – le dijo a La Monodidáctica
empujándole la cabeza gacha hacia abajo, en señal de camaradería, la mujer
levantó la vista y preguntó:
– ¿Y qué dice? – entonces el orador mirando hacia el fondo
de la cerveza que en ese momento se empinaba, se tomó el tiempo en recostarse en
el asiento de la silla, estiró las piernas, se limpió la boca con el antebrazo
y sacudiéndose un poco la pereza, dijo:
– Han preguntado si pude tomar más fotos. Que tus tetas son
deliciosas.
El silencio los cubrió a todos con su manto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario