Las
heridas que no se ven son las que más duelen, armas silenciosas, algunas
tuvieron rostro y distintos tipos de comentarios. Despierto solo, estoy solo,
sin aliados, mis únicos compañeros son los latidos de este corazón delator. Las
preguntas mueren, resucitan y de modo ridículo se quedan en el cielo o en el
infierno. A nadie le importa. Añadido vacío de un diario absurdo: Soy gay.
Voy camino a la preparatoria. Y he ahí el
escenario de mis mañanas: gente que parece estar ciega y sorda pero tienen algo
en común estúpido, las miradas de revolver Colt 45. Nadie dispara sin embargo
todos apuntan. ¿Y por qué no disparan? Porque la bala está atravesada en mi
garganta, no me deja hablar y expresar quien soy en verdad. Llego a la primera
clase faltando 15 minutos para que termine. El maestro Alcaraz hace una mueca, me invita a pasar. Los minutos van
escanciándose como una copa de sidra, las miradas suben alrededor mío rápida y
espumosamente. La campana suena. El maestro me detiene antes de salir; intuyo
que saldrán palabras de antítesis sobre mi naturaleza. Mi fatuidad escapa
cuando sonríe, y saca del escritorio un
libro que entrega a mis manos con cordialidad, al momento de recibirlo me
propina una palmada en la espalda y dice
– ¡move on! – seguido de su acento español – deshaz el nudo que te mantiene en silencio,
el único que falta por convencerte de la forma correcta eres tú –. Salí del
aula con las palabras zumbándome en los oídos, incrustándose en el complicado
engranaje del cerebro.
Caminé un rato por los pasillos de la escuela para
encontrarle sentido a lo que el profesor trataba de decirme; recordé el libro,
lo saque de la mochila y al mismo tiempo que leía el titulo mi cuerpo, mi alma
y mi mente cayeron como un castillo de naipes, fue ahí que entendí que el mayor
enfrentamiento, el primero de todos, es conmigo mismo. El título del libro era:
Howl (Aullido)