El creacionista del día.
Gerardo Oviedo
Yo tenía siete años y mi hermana era la mujer más feliz del mundo, acababa de estrenar novio mientras que yo pasaba a segundo año de primaria. Eran tiempos en que mis papás consideraban que el mayor de los bienes era tener una familia común y corriente. Al mismo tiempo mi hermana, con sus pantalones acampanados, empezaba a escuchar a los Rolling Stones a todo volumen. Ella cumplía 19 años... y Paola apenas 6, era un año menor que yo y tenía grandes ojos verdes. Era chilena y vivía con su madre en la colonia Condesa. Siempre con su cola de caballo rubio y sus dieces sentada en primera fila, muy cerca de la maestra Esperanza; cobijada con mimos entre las clases; abrazada a cada rato por la maestra como ella abrazaba a su Hello Kitty; la gata rosa que se había posesionado de todas las niñas de mi salón, de sus útiles, de sus mochilas. ¿Y ya tienes esta goma?, decía por ejemplo Julieta, su mejor amiga, Si no, te doy la mitad, y partía la goma para que cada una se quedara con media gata. (Por esas mismas fechas, Juan Manuel me suplicaba que le convidara de mi torta o de mi refresco a la hora del recreo pero sólo cuando necesité algún favor, lo hice. Supongo que a esa edad ser tacaño se le perdonaba a un niño). Mi madre trabajaba todo el día y mi padre siempre estaba de viaje, yéndose por toda la república. Mi hermana se levantaba antes que yo y salía hacia la universidad, y sólo la veía cuando pasaba por mí a la hora de la salida. A ella nunca la vi cargar libros, pero sabía que se entretenía con ellos pues el librero del pasillo de la casa de vez en cuando amanecía con huecos. Un día llegó por mí a la escuela con su nuevo novio y yo, en vez de darle la mano, la escondí en los bolsillos de mi pantalón. Mi hermana no dijo nada sólo tomó su mano que había quedado suspendida en el aire y la obligó a posarse sobre su cintura. Luego le dio un beso y echaron a caminar hacia el metro Insurgentes. Era 1977 y yo acababa de pasar a segundo año de primaria. Nosotros vivíamos en el segundo piso de una vecindad toda destartalada. No teníamos agua de la llave y siempre andábamos acarreando cubetas para la cocina y el baño. Las paredes del edificio estaban manchadas por los pelotazos que hacían los hijos de la vecina de abajo y por grietas que los temblores habían dejado a su paso. Mi mamá siempre nos apremiaba: Si tiembla, se ponen debajo del marco de la puerta para que se protejan. No vaya a ser que tiemble como en el 57, cuando se cayó el ángel... Y se quedaba petrificada recordando algo que yo no entendía bien. Ay, mamá, contestaba mi hermana, como eres exagerada... Y tenía razón. Mi mamá le tenía un miedo insólito a muchas cosas, como aquella vez en la azotea del edificio en que yo había capturado con mucho trabajo una pequeña lagartija. Cuando se la enseñé para presumirle mi destreza como cazador, mi madre comenzó a gritar dándome de manotazos para que soltara al reptil. Te va a morder, te va a morder, repetía histérica. De ahí en adelante jamás volví a llevar ningún bicho a la casa. Las cochinillas y los grillos con que jugaba siempre se quedaron afuera, bajo las piedras del edificio... ¿Y cómo se llama?, le preguntó mi mamá a mi hermana un día. Mi hermana quedó en silencio, ¿Ya no es el dentista? Ese era un buen muchacho para ti. No sé por qué andas de loca. Mira, hasta me tapó esta muela. Y abrió tanto la boca que duró varios días con dolor de mandíbula por el esfuerzo. O el otro, repetía insistente mi madre a cada rato, ¿cómo se llamaba? Ese que se fue a Estados Unidos. Mira que también es un buen muchacho, siempre tan respetuoso y cortés conmigo. No, mamá, no se fue a Estados Unidos, se fue a Oaxaca para unirse a la guerrilla y hacer la revolución. Lo que sea, siempre me hablaba de usted, concluía categóricamente mi madre.
A Paola nunca le hablé. Ni siquiera cuando nos sentaron juntos en cuarto año. Dijo la maestra Esperanza que era una orden de la dirección, porque si por ella fuera, los más flojos y más latosos, los seguiría dejando hasta atrás, en las últimas filas, incluso fuera del salón de clase. Yo no entraba en la categoría de los latosos, sino en la de los flojos. Porque si me daba pena hablar en clase, mucho más vergüenza me daba echar relajo como todos los demás... Cuando me sentaron al lado de Paola, vino Juan Manuel y me hizo burla: Ya sé que te gusta, ya sé que te gusta, repetía con su voz infantil enfrente de Paola y de mí. Yo sentí que se me puso la cara tan roja de vergüenza que estuve a punto de darle un golpe en la nariz. En eso entró la maestra Esperanza y Juan Manuel se fue a su asiento. Paola me miró y sólo dijo con su vocecita: ¡Estás muy pálido! Luego ya no dijo nada más. “¿Y cuándo lo vas a traer para que lo conozca?” Con esta pregunta mi hermana corría a su cuarto a poner la música a todo volumen. Los Rolling, The Who, Led Zeppelin, Ten years after, The Yardbirds, e incluso los Beatles revueltos con Janis Joplin asperjados con Jimi Hendrix o cualquier grupo que acallara su violencia interna. “¿Desde cuándo escuchas esa música? Esa música que no le entiendo, gritaba mi madre, toda en inglés. ¿Qué tal que nos están insultando, diciendo cara de perro y hasta les aplaudimos a esos apestosos gringos?” “Bájale que no me dejas pensar.” Pasó todo el año y, mientras todos los demás latosos y flojos avanzaban ayudados por sus compañeros y compañeras de banca, yo parecía sumirme cada vez más en un aislamiento. Paola me aterrorizaba, y fue casi llegando a quinto año, cuando me empezó a gustar de a de veras, con esa locura infantil que me hacía tener pesadillas por las noches. Y como no me atrevía a decirle nada, comencé a escribirle cartitas de amor que por supuesto jamás le entregué. Al llegar el fin de curso una tragedia me separó de ella. Reprobé el año mientras todos pasaban a quinto. ¿Qué te pasa?, me preguntó iracunda mi mamá cuando se enteró que seguiría en cuarto año. ¿Acaso eres un estúpido burro? Mira que todos tus compañeros se van a burlar de ti. Ya déjalo, mamá, me defendía mi hermana, no ves que más lo lastimas y lo haces sentir peor. No es tan grave. Le va a echar ganas el próximo año. ¿Verdad? ¡Que le va a echar ganas ni que tus ocho cuartos!, resoplaba mi madre, ¡y tanto que me esfuerzo para que estudien! Ya déjalo. Yo lo voy a ayudar a estudiar. ¿Tú? ¡Si todo el día te la pasas de holgazana con tu novio!
Salvador Ríos llegó como un huracán a la vida de mi hermana. No era ni dentista ni guerrillero. Era solamente lo que mi hermana necesitaba en ese momento. Alguien de quien enamorarse a los 19 años. Lo había conocido durante un aguacero y se habían gustado. Bajo el amparo de un paraguas descubrieron que a los dos les gustaba el cine y la literatura. Mi hermana estudiaba antropología y él literatura hispánica. Ella era marxista y él leninista. A mi hermana la simpatizaba Mao y a él Trosky. Discutían tumbados algunas teorías del capital y a veces se ponían a leer juntos a Louis Altahusser, para invariablemente después terminar trenzados a besos sobre su cama o en los sillones de la sala de su departamentito en la colonia roma. Supongo que la política era una forma de hacerles más accesibles sus cuerpos. Él le leía al oído Rayuela, de Julio Cortázar, y ella parecía no entender más que el timbre de su voz. Ella recitaba de vez en cuando pasajes del “Ser y la nada” mientras se sumergía en los ojos de él. Parecía que ambos retornaban a Ítaca convertidos en Leopod and Molly. A los veinte años tenían el corazón en el puño de la mano izquierda. Iban al cine y les encantaba Fassbinder, Tarkovsky y Pasolini. Tenían todo para triunfar. El amor era para ellos lo más cercano a un sinónimo de lucha. Comían en Sep’s y a veces, cuando esa lucha lo permitía, en Sanborns. ¿Y dónde queda Chile?, le pregunté una tarde en su departamento a Salvador, mientras dejaba de besuquear a mi hermana, queriendo saber el país de origen de Paola. Chile queda en el lugar más cercano a la ignominia, me respondió, y siguió besando a mi hermana, con esos besos con que supongo se besan los reptiles, con la lengua de fuera y trenzados casi hasta la asfixia. Yo quedé con cara de burro y no supe otra cosa que contestar que: ¡Ah! Ignominia, jamás había oído hablar de ese país. Debía estar muy lejos. Quizás al otro lado del mundo... La carta que escribí para Paola ese día tenía una palabra nueva que yo no sabía que significaba, pero sonaba interesante. Supuse que era un país cercano a Chile y que en dado caso de que me armara de valor para entregársela, podría parecer menos tonto frente a ella, a pesar de que iba un año atrás, al demostrarle mis conocimientos avanzados en geografía. (Años después me enteraría a qué se refería Salvador Ríos y también el por qué una chilena estudiaba en mi escuela. Paola y su madre habían salido huyendo de su país debido al golpe militar que había dado Pinochet en 1973, derrocando al presidente Salvador Allende y haber desaparecido en el estadio nacional a su padre, un periodista chileno que había intentado saber el paradero de un amigo suyo, un tal Víctor Jara.). Pero esto no lo sabía yo en ese entonces. Y a pesar de que intenté comprar información con Juan Manuel al darle mi torta entera durante los recreos, para saber cómo iba el grupo de quinto y de vez en vez intentar saber algo sobre Paola. Juan Manuel se hacía del rogar y sólo me llegó a decir medio molesto después de las vacaciones de semana santa que uno de sexo año andaba persiguiendo a Paola. ¿Quién es? Te digo, pero si mañana me traes dos tortas y un refresco, y se fue con sus compañeros de quinto grado que ya habían dejado de ser los míos y jugaban “cosas de mayores”, a las que yo, por supuesto, ya no tenía acceso. Pero ese mismo día supe de mi enemigo sin que Juan Manuel me lo dijera y ya no tuve necesidad de darle mis tortas y mi refresco. Los vi tomados de la mano antes de que terminara el recreo. Supongo que me puse pálido porque sentí la cara roja de odio... Pero jamás hice algo en contra de él, sólo pensar cosas malas y mandarle mala vibra para que un día de estos lo atropellara un coche o se le cayera un edificio entero en la cabeza. En ese tiempo sólo me dedicaba a espiar a Paola y ver como empezaba sus infantiles escarceos amorosos con el estúpido de sexto año durante el recreo. ¿Qué podía hacer yo? Sino esconderme atrás de las escaleras o en los baños o atrás de algunas de las columnas que sostenían los pisos de la escuela y sentir como se me llenaban los ojos de lágrimas. Se sentaban en una de las bancas más alejadas y él le tomaba la mano. Y así se la pasaban durante todo el recreo. Los dos mirando al frente y sin decirse nada. ¡Cuánta envidia me corroía las entrañas en ese tiempo! Sentía coraje, sentía odio, sentía lástima por mí. Escribía cartitas cada vez más confusas. Dibujaba corazones con su nombre y el mío, con la amargura de saber que ella no se enteraría nunca. A veces pasaba junto a ella y le intentaba hablar pero lo único que hacía era doblar la mirada hacia el suelo y sentirme miserable. Cuando pasé a quinto gracias a la ayuda de mi hermana sentí un alivio total. El novio de Paola se había esfumado hacia la secundaria, pero un nuevo pesar me embargó. Sólo tendría un año para disfrutar durante los recreos a Paola. Intenté acercarme de nuevo a Juan Manuel, pero siempre me respondía con evasivas. No, no sé nada de Paola, o, Paola esta bien, dame diez pesos y te digo la verdad. O cualquier otro chantaje que se le ocurriera. Entonces le dije a Juan Manuel que le entregara una cartita, él la aceptó junto con mis dos tordas, un refresco y veinte pesos: “Paola. Mi amor: Quiero desirte que me gustas mucho. Que te sueño por las noches. Que te veo en la escuela y quiciera tomarte de la mano. Te gustaría ser mi nobia. A mí si. Porque eres la más ermosa de todas las niñas del mundo. Te amo. Te quiero mucho. Te amo. Te amo. Te amo. Sin ti no puedo vivir”. ¿Ya se la entregaste?, le pregunté a Juan Manuel. ¿Qué? La carta. Ah... sí... sí...
Día y noche pensaba en ella. Entonces descubrí a Jaime Sabines. Este es tu regalo, dijo mi hermana y Salvador, un libro. Era de poesía y lo comencé a leer con bastante fatiga al principio, hasta que apareció la palabra amor y muerte. Entonces durante todo ese año morí todos los días de amor. Cuando terminó el año, yo pasé a sexto año de panzazo y Paola se fue a la secundaria junto con Juan Manuel y todos los demás. ¿Y para cuando se casan?, fue lo primero que le preguntó mi madre a Salvador el primer día que lo conoció. Él la miró: Con todo respeto, señora, pienso que el matrimonio ya está caduco en esta época. ¿Y entonces para cuando?, repitió mi madre. Ay, mamá, contestó mi hermana, en esta época eso ya no se pregunta. ¿Y entonces para cuando?, triplicó mi madre. El matrimonio es una creación capitalista para manipular a las masas y someterlos al establishment, concluyó contundente Salvador. ¿Me está insultando, joven?, reaccionó mi madre. Salvador no supo que contestar. No, mamá, establishment significa toda la opresión que ejercen los puercos capitalistas hacia el pueblo. ¿Entiendes, mamá? No.
Yo terminé la primaria de milagro. Luego entré a la secundaria. En 1985, cuando iba en segundo, ocurrió el terremoto que devastó gran parte de la ciudad de México. Por ello decidieron mis padres mandarme a estudiar a Puebla porque el Distrito Federal ya no era seguro, “ni aunque se pusiera uno bajo el marco de la puerta”, como solía aterrorizarse mi madre. Otro temblor y nadie se salva, vaticinaba. Mis amigos se fueron diluyendo entre la multitud de gente que fui conociendo a los largo de los años, lejos del Distrito Federal, lejos de mi hermana y de Salvador. Entré a estudiar la preparatoria y conocí más gente. Luego la Universidad donde terminé la carrera de Contador. Tuve un par de novias pero siempre me quedaba el recuerdo de Paola. ¿Qué habrá sido de ella? Había meses que no pensaba en eso, pero a veces recurrían a mí las mismas preguntas: ¿Qué habrá estudiado? ¿Se habrá casado? Seguramente sí. ¿Cuántos hijos tendrá? Dos, tal vez. Quizás tres. ¿Dónde andará ahora? ¿Será feliz?
Mi hermana se juntó con su novio y tuvieron un noviazgo de 12 años. Tenían todo para triunfar. Tenían a Carlos Marx, a Lenin, a Mao, a Trosky, pero un día amanecieron con la idea casarse y se casaron. Se fueron de luna de miel a España. Supongo que el corazón que traían en la mano izquierda se les fue yendo hacia la derecha por la edad, hacia el establishment tan odiado. Duraron sólo un año de casados y mi hermana decidió quedarse en Europa. Divorciada de todos, de México, de Salvador, de mí, de mis padres. Salvador regresó y supongo que rehizo su vida. Yo siempre creí de niño que el amor era para toda la vida. Supuse que ellos morirían juntos. Pero ahora sé que los niños no entienden sobre la eternidad de las cosas. Salvador pasó como una tormenta en su vida, pero ahora creo que ella ya estará seca, envejeciendo, sentada junto a otro hombre.
Yo regresé a la ciudad de México y me establecí en Coyoacán. Todavía seguía soltero y pasaba los sábados o domingos en los cafés de la zona. Me gustaba ver los árboles y sentir el trafagar de la gente. A veces llevaba un libro o el periódico para leer, otras veces sólo me sentaba a contemplar los árboles bebiendo una taza de café... Un día estaba sentado en el Hijo del Cuervo y se me acercó un sujeto. Oye, ¿no me quieres comprar un poemario?
Yo no tenía nada que hacer. Tomé el librito y lo comencé a hojear. No parecía nada interesante. Tenía muchas palabras que no entendía. Ya lo iba a devolver cuando vi el nombre del autor: ¿Juan Manuel Beristáin Montejo? El hombre me miró extrañado. ¿Tú eres Juan Manuel Beristáin Montejo? El hombre seguía sin entender. ¿No estudiaste tú en la primaria Manuel López Cotilla, allá por los setenta?
El hombre titubeó. Sí..., dijo por fin. Vamos, hombre, ¿ya no te acuerdas de mí? ¡Soy yo! ¡Tú mejor amigo! Bueno, en esa época. Quedó pensativo. No, no te recuerdo. Lo siento. Te convidaba de mi lunch. ¿Te acuerdas de las tortas de jamón?, le dije, incluso jugábamos a policías y ladrones. Y también jugábamos burro Tamalado. ¡Eras mi mejor amigo! ¿No te acuerdas? No, lo siento, no te recuerdo. Claro, por supuesto. No me has de recordar porque reprobé año. Y tú continuaste. Por cierto veo que eres poeta. ¿Cómo te va?
El hombre seguía de pie junto a mí.
Invítame una cerveza y te cuento.
Claro que sí, hermano, era el mismo Juan Manuel de siempre. Oye, y que has sabido de nuestros ex compañeros de la primaria.
No te recuerdo, en serio, pero supongo que pudimos haber estudiado juntos. Pero por la cerveza te voy a contar sobre la primaria donde yo estudié, y le dio un trago a su cerveza: Pues nada, mis amigos de ese entonces, unos se fueron de la ciudad. Otros se casaron. Algunos más salieron del país. En realidad tiene mucho tiempo que no sé nada de ninguno de ellos, hizo otra pausa para beber, en serio discúlpame si no me puedo acordar de ti. No es mi intención, créeme.
No te preocupes. No pasa nada.
El mesero llegó con otra cerveza. Entonces le pregunté a bocajarro:
Oye, ¿y no te acuerdas de aquella niña, muy guapa por cierto... Paola... la Chilena?
El hombre tomó la cerveza en la mano. Achicó los ojos.
¿Paola? La güerita. ¿La de los ojos verdes?
Sí, esa mera. ¿Qué ha sido de su vida? ¿Se casó? ¿Dónde vive?
El hombre tomó un trago de su cerveza.
¿No sabes qué pasó?, dijo por fin.
No, por eso te lo pregunto.
Su edificio de derrumbó en el terremoto del 85 y los aplastó a todos .
Yo quedé estupefacto mientras al hombre se le enrojecían los ojos. No tuve palabras para tamaña noticia. Pero el hombre de enfrente parecía más destrozado que yo.
Perdón, se disculpó mientras tomaba su cerveza y se tallaba los ojos, pero es que ella fue... fue... la amé tanto, dio un sorbo largo a la cerveza hasta terminarla. Luego se levantó y, sin decirme otra cosa más, se marchó.
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