El creacionista del día. Itzul L. Vergara
Invierno, Varsovia, 2013
Para Mariela Ruiz Márquez
La noche se tira a recoger su recuerdo. La noche va caminando sobre todas las cosas, se las va tragando. Andrzej toma sin ganas sus memorias, una a una las va hilando, hasta quedarse dormido. Despertó antes de que la nieve nocturna hiciera crujir las ventanas y, desde la ventana se miraban las sombras de las personas como las personas mismas, hechas escarabajos, bien cubiertos, luchando contra el viento, la nieve y la noche. La nieve te cierra los ojos― pensó―mientras contemplaba afuera, sin mirar realmente, sólo para irse más adentro de sus recuerdos.
La voz de su madre con el sonido de la regadera, sonaba clara, se acompasaban en el cuarto de junto, como si su madre se estuviera bañando allí, junto a él. Vivían en un piso pequeño, de tiempos del comunismo. Afuera andaban las personas con los rostros entablados, como perdiendo las ganas de seguir andando, como viviendo sólo porque así se debe hacer.
La noche no le gustaba a Andrzej. Extrañaba el verano, que le hacía mirar desde la ventana a la demás gente, con menos prisa, a las flores, el olor de la vida gestándose, y no en proceso de conserva. Las gotas de la regadera le recordaban a la voz de su nana cuando lo bañaba, cuando lo levantaba de la silla de ruedas e iba limpiando cada uno de sus brazos. Andrzej detestaba recordarlo. Se sentía como atrapado, y le escupía en los sueños a su niñera.
Afuera el viento parecía ir contando algo a todos, como sollozando; la gente como rocas continuaba circulando. La madre de Andrzej había rentado una casa con un gran ventanal, para que su hijo pudiera tener un poco más del mundo. Andrzej no debe salir de casa, decía el doctor, y Andrzej sólo escuchaba y con un mohín dejaba claro cuánto detestaba al doctor.
La nieve, completamente blanca y pura, era la única que parecía conservar las esperanzas entre todos estos vehículos. Ya vendrá mi padre― sollozó otra vez ―mientras alcanzaba a deslizar su dedo por la ventana, destruyendo esa estela de cristal humeado por el frío.
Papá va volver― decía― y un deber inuscitado le recorria , esperaba su llegada sin hacer otra cosa que mirar por la ventana, entre tanto la nieve caia y sus esperanzas parecian congelarse poco a poco. A veces le daban ganas de abrir las ventanas y escuchar el silencio, el blanco silencio de las esperanzas― pensaba― pero ya se había enfermado hace poco de gripa y su madre le había prohibido abrir el portillo.
Las gotas de lluvia rebotaban contra el cristal; la ducha de su madre le pareció eterna. Imaginó a su padre, con su espalda ancha, le había dicho que volvería, para emprender un viaje a la playa. Él sabía que iba volver. La madre ya se había cansado de escucharlo repetir: Volverá, papá tiene que volver. Se enojaba con su madre, y no le hablaba por semanas, abría la ventana para escuchar el silencio blanco y las esperanzas crujir contra los vehículos, al deshacerse en el siguiente amanecer más caluroso.
Desde su ventana miraba pasar el tranvía, en llamativos y acelerados amarillos y rojos. Los sentía elegantes, divisaba a todas las personas con gorros grandes y guantes, con esperanzas de llegar a algún lado. Ser conductor de un tranvía era un trabajo difícil. A él le encantaba mirarlos pasar, conocía cada uno de los tranvías que circulaban frente a su casa, cuándo él fuera grande quería ser conductor de tranvía; se lo había dicho a la nana, después de muchos silencios, y dudas, y ella le había sonreído con lástima. Andrzej había llorado de rabia en su cuarto. En el silencio de la noche, mientras miraba a las personas esperando que alguna de ellas fuera su padre.
Una mañana tibia, cuando el sol parecía querer aparecer detrás de aquél edificio nuevo, miró a un hombre con la espalda ancha y el cabello oscuro, pensó que era su padre. Abrió la ventana y gritó fuerte, esperando que volteara, que le escuchara― Ven te estoy esperando―pero cuando se dio vuelta, miró que no era aquél que tanto estaba esperando. Tenía cada vez más tos.
Una tarde escuchó a su madre discutir con su mejor amiga― Bueno Andrzej debería ir al colegio ―decía su amiga ― Mi tesoro es tan débil, no debe salir de casa, los demás chicos lo molestarían mucho ― respondía su madre, y a él le hacía rabiar escuchar que le llamaran tesoro, lo sentía ajeno, superficial. Las palabras se filtraban detrás de la puerta, dejando sólo los ecos, rebotando contra él.
Andrzej, prefería mirar a la ventana, y esperar a que su padre llegara y pudiera ir por fin a las olas. A veces cerraba los ojos y sentía el mar sobre su cuerpo, sentía sus piernas; se había soñado varias veces corriendo en el mar con su padre, se había soñado fuerte, independiente, como un ave. Esa noche estaba llena de nieve. Cerró su cuarto con llave y abrió la ventana para que entrara la esperanza, y en su silla de ruedas se sentó a esperar a su padre. Poco a poco sintió que la nieve le cubría como una cobija de esperanza, como el calor de su padre.
La nieve caía igual que la ducha de la regadera, aunque con menos fuerza, la cual ceso cuando la madre de Andrzej terminó de bañarse; consecuentemente la noche paso larga y áspera. El sol permanecía cubierto por la nieve que no paraba de caer; la mama de Andrzej tocó la puerta del cuarto, y nadie contesto. La nieve no paraba de caer. Esperó mientras hacía el desayuno, y después del medio día volvió a tocarle. Andrzej no abría la puerta y la nieve no paraba de caer.
Llamó por teléfono a su vecino, la mamá se alarmó. Andrzej había escondido hace mucho tiempo la llave de su cuarto. Entre el vecino y ella lograron tirar la puerta. Andrzej aún estaba vivo, completamente blanco, cubierto de nieve, con una sonrisa colgándole de la cara. Dile a papá que no vuelva, que lo veré después, que ya me he ido― dijo― mientras la nieve lo arropaba. Y Andrzej feliz, dejó de respirar.
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