No mucha gente sabe que una parte de mi vida la pase en
Oaxaca, trabajaba en el ayuntamiento de un bello pueblito en la sierra – cuyo nombre no mencionaré por cuestiones
personales – tenía bajo mi cargo la dirección de Comunicación Social y entre
mis tareas estaba redactar y mandar notas para los principales diarios del
estado, la elaboración y distribución de
gacetas y boletines informativos en el propio ayuntamiento.
Cuando llegue al municipio todo fue bastante nuevo para mí, ya que venía de la "ciudad" como
ellos le llamaban, y no tenía conocimiento alguno de la zona, por lo cual me asignaron
a Don José como guía, un lugareño de la región.
Él me llevaba a los lugares de interés del pueblo o, bien, si necesitaba
cualquier cosa él hacia el favor de conseguirla. El señor era bastante
agradable y lo primero que hizo al verme fue presentarse y preguntar mi nombre,
no sé porque lo hizo ya que al final término llamándome "güero", de
hecho, todos en el pueblo lo hicieron.
Una tarde en la oficina del tesorero conversábamos sobre cualquier
cosa, mientras nos tomábamos su mezcal; hasta
que llegó ese momento en donde dos personas que no tienen mucho en común, se
dan cuenta de ello y los temas para conversar parecen haberse terminado. Así que para romper
el silencio incómodo aplique mi estrategia infalible, siempre que estoy
aburrido o con alguien con que no sabe
de qué más hablar, saco el tema de los espantos.
Platicamos por largo rato hasta que nuevamente el silencio llegó,
bueno, más que silencio fue una pausa hecha por Don José, quien me miró fijamente
y preguntó si en realidad tenía interés por el tema, mi respuesta fue un categórico
si, entonces tomó su caña y de un movimiento brusco y certero se la llevó a la
boca, vaciando lo que le quedaba de
mezcal para después azotarla en la mesa con un golpe seco, con la palma de la
mano izquierda se limpió la boca y con su mirada aún fija y retadora me dijo
sin más :
– Entonces te veo mañana a las 5 frente a la primaria,
veremos si en realidad tienes huevitos güero, tomó su sombrero y salió tropezando
con los muebles de la oficina.
La tarde siguiente cuando llegue a la primaria, el tipo ya
estaba esperando, llevaba su sombrero como siempre y sin más nos subimos a la
camioneta; anduvimos un rato por la carretera
que sube al cerro, y en una entrada improvisada dio vuelta para adentrarse por
un camino de terracería y maleza, fueron como 20 minutos los que recorrimos hasta
que se detuvo, para ese momento comenzaba a obscurecer y algo de aire frío llegó
al lugar; bajamos de la camioneta y sin
decirnos nada lo seguí por un pequeño caminito que atravesaba una arboleda, y
al final nos encontremos con los restos de lo que una vez debió ser una gran
hacienda, se detuvo y me preguntó, no, más bien me desafío cuestionándome si en
realidad me sentía muy valiente, y pues ya después de todo el viaje le dije que
sí, aunque más que valor tenía curiosidad.
Seguimos caminando hacia
la hacienda y mientras nos acercábamos el sol nos abandonaba a nuestra suerte,
el aire se volvía más frío y una especie de mal presentimiento llegaba a mí,
pero no le daría gusto al Don de hacérselo saber, ya que ahora no era sólo yo
quien estaba en ese lugar, ahora era también el representante de todas esas personas
que viven en la "ciudad" y que siempre han sido catalogadas como
"los sin huevos" por la gente de provincia; caminamos unos pasos más y
luego se detuvo, sacó un cigarro de la bolsa de su camisa y me invitó otro, lo prendió
con toda la calma del mundo con unos cerillos que tenía en su pantalón para darle
una larga y muy profunda bocanada, mientras ponía nuevamente su mirada en mis ojos,
sacaba una cortina de humo de muy considerable tamaño y comenzó a hablar:
Hace ya muchos años, este pueblo no tenía nada, después
de todo ya sabes que este estado siempre ha sido catalogado como uno de los más
pobres. Pues en fin, había un joven, un tal Juan que se enamoró de una chica, que
como es común en estas historias resulto ser la más bonita de todo el pueblo, y
como también era de suponerse ella siempre lo rechazo y lo humillo por su pobreza.
Juan se dedicaba a recoger hiervas
y plantas del cerro que después vendía en el mercado para que la gente preparara
sus infusiones, y pues de ahí no se gana
más que lo básico para que los frijoles y la tortilla no hagan falta nunca en
la mesa. Así que el chico entendió que
de esa forma nunca podría ganar el corazón de su dama.
Se cuenta que una tarde Juan tomó su bota llena de mezcal y fue a la
montaña a embriagarse, entre trago y trago culpo y maldijo a Dios por su suerte hasta
quedar inconsciente.
Después de unas horas, una tupida
lluvia lo despertó, ya era bastante noche y a causa de las nubes todo estaba
muy obscuro, caminó por largo rato sin lograr encontrar el camino a casa. Quién
sabe si era por el alcohol, pero aunque él conocía a la perfección la zona por
todos sus años viviendo ahí, pero no pudo reconocer nada del lugar, así que sólo
siguió caminando hasta encontrar un árbol grande y viejo que utilizó para
resguardarse y esperar a que la lluvia pasara.
Al poco tiempo la lluvia paro y
con ello llegó el sonido del trotar de un caballo, Juan se alegró y pensó que
alguien del pueblo estaba cerca y que lo podría llevar de regreso; a la
distancia sólo pudo diferenciar que era un charro quien llegaba, corrió hacia él
pero al estar cerca algo en su interior hizo que se parará de golpe, tal vez
miedo, tal vez desconfianza, tal vez su instinto de supervivencia, tal vez Dios,
así que sólo se quedó parado a unos metro de él.
El charro detuvo el trote para
bajar de su caballo, era bastante alto y vestía un traje negro con adornos
dorados con ese porte de la gente rica; más algo en él despertaba temor en Juan
quien recordó las historias de su padre sobre un charro negro que se llevaba el
alma de las personas al infierno. Entonces quiso echar a correr pero sus piernas
no respondieron, ningún músculo lo hizo.
El charro se acercó y con voz profunda y ronca
lo saludo llamándolo por su nombre – Buenas noches, Juan- y añadió – ¿qué te
trae a mis tierras? – por más que lo intento Juan no pudo articular palabra
alguna, sólo se quedó parado pues bien sabía quién, o mejor dicho, "que"
era lo que estaba hablando frente a él. Juan jamás había creído las historias
de su padre y ahora lo tenía delante de sus ojos; el charro se acercó más pero
no se le podía distinguir el rostro pues su sombrero lo cubría casi en la totalidad.
En realidad no es necesario que
me digas a que viniste, sé muy bien lo que quieres – dijo el charro negro – yo
puedo dártelo, pero a cambio quiero algo. Juan tenía muy claro que era lo que
el charro le pediría y estaba dispuesto a darlo con tal de tener a su objeto
del deseo entre sus brazos.
– Lo primero que debes de hacer
es renunciar a tu Dios y por último debes firmar con tu sangre este pacto – Juan
no lo pensó dos veces y con un gran grito maldijo a su creador, saco un pequeño
cuchillo que utilizaba para cortar plantas y lo hundió en su palma derecha, dejó
caer un chorro de sangre en el pasto e inmediatamente se encontró despertando a
la sombra de aquel árbol, bajo el cual
se había cubierto de la lluvia, se preguntó si todo eso había sido un sueño
pero al ver la palma de su mano notó una nueva cicatriz.
Cuando llegó a su jacal le dieron
la noticia de que su padre había muerto la noche anterior, el impacto fue muy fuerte
y paso varios días encerrado en su casa tomando, maldiciendo a la vida y a Dios
por su suerte; hasta que una noche donde
el alcohol lo había dejado inconsciente como ya era costumbre, llegó a él un
sueño donde estaba en su cuarto recostado y un perro negro bastante grande le
ladraba, él le gritaba al perro groserías para que se fuera, pero el perro seguía ahí ladrando, entonces tomaba
su machete y lo encaraba, el perro salía del cuarto y se dirigía a un pequeño
patio que usaba para poner a secar las hierbas y justamente en el centro
comenzaba a escarbar; Juan se acercó y comenzó
a escarbar también hasta que se topó con algo sólido, en eso un fuerte aullido
que parecía venir de abajo de su cama lo despertó, se levantó para tomar un trago
más y al asomarse por la puerta hacia el patio vio que había un pequeño hueco,
tiró la botella al piso y corrió hacia él, se hincó y pudo ver que algo brillaba,
escarbó un poco más y encontró una gran olla llena con monedas de oro, siguió escarbando
y encontró otra, y cada vez escarbaba salían más, parecía no tener fin.
A los pocos días Juan tiró su jacal,
contrato gente y comenzó a construir una hacienda, compró caballos, reses e inició
una nueva vida. En cuanto se terminó la construcción fue en busca de la mujer
que había provocado todo; ella como lo vio bien vestido y con riquezas aceptó
casarse con él. Por extraño que pareciera todo iba bastante bien para la pareja
hasta que un día, en que Juan venía de
un pueblo cercano fue asaltado, mataron a todos los que lo acompañaban y a él
lo dejaron casi a punto de morir, sabía que no le quedaba ya mucho tiempo. Juan que ya lo tenía todo estaba a punto de perderlo
por lo que maldijo su suerte y a Dios una vez más.
Esa misma noche el charro llegó
para reclamar lo que era suyo, pero Juan ahogado en el miedo de perderlo todo
hizo un nuevo pacto con él, logró negociar la vida eterna, pero no sabía a qué
precio. Al día siguiente Juan ya estaba como si nada hubiera pasado, parecía
que las heridas jamás hubieran estado en su cuerpo, y cuando llegó la noche se refugió
en su cuarto, prohibiendo a todas las personas que se acercaran al lugar oyeran
lo que oyeran, esa fue la primera noche que el charro negro llegó a cobrar su nuevo
pacto.
Los gritos más desgarradores se
oyeron por toda la hacienda, provocando temor y miedo en la gente, el sonido venía
del cuarto de Juan, más nadie tenía idea
de que podría ser el quien los provocaba, ya que desde que había conseguido su fortuna
siempre fue amable y bondadoso con la gente, jamás hubieran creído que "el
malo" siempre hubiera estado a su lado.
Así pasaron noches, semanas y
meses, hasta que en una ocasión, la
esposa de Juan que al paso del tiempo realmente lo había llegado a amar, no resistió
el dolor que se oía en esa habitación y entró, lo que vio la lleno de pánico,
no supo cómo manejarlo y al instante cayó enferma.
La mujer no pudo asimilar lo que había
visto, el color en su piel y cabello desaparecieron y su cuerpo ya no respondía
ante ningún estímulo; varios doctores fueron a verla, más el resultado siempre
fue el mismo, nadie lograba decir que era lo que tenía y mucho menos encontrar
una cura, sin embargo todos acordaban que ese mal le estaba carcomiendo el alma
y terminaría por llevársela al otro mundo muy pronto, que ya sólo quedaba rezar
por ella y por su salvación.
El fatídico día llegó y quien en
algún tiempo fuera la mujer que dio tanta felicidad a Juan falleció, en el
instante una risa macabra se oyó en todo el lugar. Juan no aceptó su
responsabilidad en el acto y culpó una vez más a Dios de su suerte.
Con los días que pasaban, él,
quien había sido amable con todo mundo, cambió, se volvió una persona llena de
odio y rencor que a la menor falla de sus trabajadores los mandaba a encadenar
y azotar públicamente para desquitar su dolor; mando a construir unas mazmorras
donde todo aquel que fuese acusado de robo era recluido y torturado, se dice
que incluso era él en persona quien realizaba esos actos con una sonrisa de
satisfacción en su rostro.
Al poco tiempo sus trabajadores comenzaron
a abandonar la hacienda hasta que Juan se quedó totalmente sólo, sin el amor de
su vida, sin poder morir y con las visitas nocturnas.
Los años pasaron y llego la revolución,
el ejército quiso utilizar la hacienda como punto estratégico, pero cuando llegó
la noche también llegaron los gritos desgarradores de Juan, ni los más valientes
del regimiento pudieron resistirlos y decidieron bombardear y abandonar ese maldito
lugar. Hasta estos días, si pones
atención, aún se pueden oír los gritos de Juan siendo castigado por sus actos.
La noche ya había llegado en su totalidad y el cielo se había
inundado de estrellas, así es en provincia, no creo haber visto cielo más estrellado antes, pero
también en el lugar el aire se había hecho frío, casi helado, se me había hecho
una muy buena historia aunque estaba seguro que todo era un cuento para espantar
turistas.
Don José al notar mi incredulidad me dijo – ven, vamos a acercarnos
más – caminamos unos cuantos metros, él señaló
una ventana que estaba en lo más alto de esas ruinas – mira, ve hacia esa ventana – la observe sólo un
momento cuando una luz la alumbró desde dentro y el Don comentó – ya va a comenzar – sentí una corriente fría recorrer todo mi cuerpo,
desde los pies hasta mi último cabello, y no estoy seguro si fue el viento o pura
sugestión pero juró que escuche gritos que venían desde ese lugar, admito que
me dio miedo, pues me quede inmóvil un momento, pero también me dio bastante
curiosidad; le propuse a Don José, ir a
investigar, a lo que me dijo – tas bien pendejo – y comenzó
su camino hacia la camioneta. En el trayecto casi no platicamos pero esa noche
yo jamás podría olvidarla.
Oaxaca, estado
mágico y a la vez tenebroso, tan lleno de magia y misterio, y esa fue sólo una
de las tantas cosas sin explicación que me ocurrieron allá.
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