Su luz era brillante, mi corazón sentía el calor de su luz con solo estar a su lado. Era diferente a todas las personas que había conocido antes y a todas las que conocería después, sin lugar a dudas aunque viviera por diez mil años. ¿Una persona inusual? Quizás pero, definitivamente, algo prohibido en este mundo.
Cuando estábamos juntos creía que todo lo podía. Podía volar, podía alzar el vuelo a lugares jamás antes explorados por mi ser. Podía cruzar el continente corriendo; nadar todos los océanos del mundo. La suave fuerza con la que me apretaba la mano me hacía creer en un sinfín de posibilidades, como si la palabra imposible fuera una simple ilusión.
Cálida.
Su cálida luz me cegaba todo lo que hubiese alrededor y realmente no me importaba, no tenía ojos para nadie más; no tenía olfato para oler otros aromas; no tenía gusto para embriagarme en otras personas.
Y es por eso que los corazones caen rendidos fácilmente ante aquella luz que irradian, queriendo hacer lo mismo, añorando poder aportar esa cálida luz al mundo.
Brillante como el sol y yo, con tantas ilusiones; cual Ícaro queriendo alcanzar el sol.
Si, era brillante y cálida.
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