La primera
vez eres barro dócil,
fruto que
se desgaja y ofrece, cirio que se inmola.
Las
hormigas de tu pulso encuentran su guarida
abierta a
todos los hurgamientos: las emancipaciones.
El temblor en
tus ojos: gelatina de hados
cediendo al
recoveco tibio en el ensueño
donde caben
dos ya sin mutilación.
La primera
vez das tu corazón para que el otro lo coma
y exprima
en ti un nuevo bautismo.
Irás tras
de él, unos días o años quizá,
como sigue
el recuerdo
la estela
de una estrella que cae al mar.
¿Hay
permanencia?
Te escondes;
dejas actuar al hambre:
succionas
el pezón,
viertes
aquella sangre en labios trémulos,
acaparando
la delicia
de romper una
argolla de la privación.
Eso que te
quiere pulsó tus cuerdas.
Te hará
seguir las huellas, en ti, hacia otro,
para que
repitas esa satisfacción provisoria
que exige de
ti el sacrificio inmemorial
en que el mozo
crecido dispensa sus licores.
Dos voluntades
que se favorecen por apremio…
Porque el
amor aún es algo más extraño
que quizá
solo existió en los libros.