Miro a la calle a través de la ventana. Miro mientras tomo un poco de agua de una de las botellas que en algún tiempo compré y ahora reciclo con agua del garrafón. Frente, hay un edificio viejo, la pintura está un poco descarapelada de la fachada, los marcos de las ventanas se ven un poco oxidados y en los pequeños balcones de cada uno de los departamentos se ven arrumbadas bolsas de basura, macetas y en alguno de ellos hay, inclusive, una bicicleta estática para hacer ejercicio; ya solo el viento es quien la pedalea.
Son las 5:18 de la tarde y la luz que se ve ahogando en el atardecer se asoma a través del techo. Dos antenas de televisión de paga compiten en una esquina por la recepción de la señal mientras que 4 viejas antenas aéreas se mantienen moribundas inclinándose centímetro a centímetro en una larga lucha por no terminar en el suelo, como parte de la tubería que cruza en desorden aquellas alturas.
Algunos coches cruzan la avenida que nos separa sin percatarse, aunque sea en lo más mínimo, de mi mirada acechadora que más por ocio que por acecho, se clava en cada uno de ellos.
El aire también se respira aflojerado. Sin lugar a dudas es por el fin de año, se acercan las fiestas. Ya nadie quiere ir a trabajar sino que el principal interés es preparar la casa con adornos chinos, en el mejor de los casos, y comenzar a guisar los platillos típicos de la temporada.
Se siente como si los últimos rayos de luz de la tarde fueran los suspiros dramáticos del sol que sabe que mañana volverá a levantarse temprano, para no fallar a su puntual cita de las seis de la mañana.
Doy otro trago a la botella.
Siento la garganta un poco seca, los labios de igual manera. La nariz me escosa un poco por la contaminación de la ciudad, de la ciudad que es y no de la que era, de esta ciudad con efecto invernadero, muchísimos coches y muchísima contaminación.
No pasa ni un minuto desde que tomé el agua y siento aún seca mi garganta.
Me termino la botella mientras una de las puertas que abre hacia los balcones del viejo edificio de enfrente, exactamente el primero de izquierda a derecha en el segundo piso, se abre bruscamente y una chica sale de ahí. Es una extranjera a la que he bautizado como Natasha, por sus rojos cabellos. Esta ya lleva dos semanas en el edificio, parece que tiene hambre de conocer mi tierra. Gina, quien aposté toda su estancia a que era norteamericana, se había ido hace tan solo 3 semanas, se había ocupado rápido el edificio en esta ocasión pero, a pesar de eso, este año había ido bien el desfile de extranjeras, aunque solo en una ocasión se vio opacada por un hombre. Rolando, un fumador de marihuana que solo estuvo un par de días. El chiste se cuenta solo.
Todas salen por ese balcón en algún momento. Podría armar un histórico de las actividades de las visitantes este año pero eso ya sería demasiado, prefiero no tener evidencia. Todo en mi cabeza.
Me gustaría acostarme con Natasha. Me gusta su pelo rojo, su rostro blanco como la nieve y las pequeñas pecas que tiene en su rostro. Esas las vi un lunes por la mañana cuando subimos al mismo camión con destino al metro, pude percatarme más de cerca de todos sus rasgos, ese fue el momento clave para darle tan emblemático nombre.
Por las tardes cuando sale al balcón no usa sostén, sus curvas se ven redondeadas por la blusa con la que seguramente se acuesta, no conmigo, sino con su cama. La cual no es suya sino rentada pero, ¿Para que preocuparse por esas pequeñeces? ¿Qué manía tengo con los detalles? Ninguna más que la simple manía de ser escritor. Pero regresemos a Natasha. Tiene la voz dulce, los rasgos delicados, como si terminara en finas puntas de cristal todo su cuerpo. A través de la delgada prenda que se pone por las tardes puedo ver sus pezones remarcándose en la playera, han de ser pequeños pero filosos. Como si fueran un par de aguijones ansiosos a traerte hacia ellos.
Suspiro.
Soñaré con ella esta noche, me armaré de valor al día siguiente y la invitaré a salir. Tomaremos unos tequilas, comeremos unos tacos, un poco de cerveza y después tendremos sexo. Ese sería mi plan perfecto. Ella ser iría a seguir recorriendo el mundo mientras que yo esperaría a la siguiente, ansioso de descubrir que nombre podría ponerle. Pero llegará el día siguiente y Natasha ya no estará. Se habrá ido. El apartamento nuevamente estará desocupado por la tarde y esto lo sabré porque Natasha no se asomará por el balcón mientras tomo agua y miro a través del frío cristal de mi ventana. No estará fumando tranquilamente, sus pezones no se endurecerán ni levantarán firmemente, aunque sean unos escasos centímetros, su blusa. Ni hoy, ni mañana ni el día siguiente, ni después de aquél día…al final, estaré triste y desmotivado y todo terminará con las imágenes guardadas en mi mente mientras cierro los ojos y el agua resbala durante la ducha.
Solo.
Por eso clavo mi mirada hoy. Veo con detenimiento cada uno de sus movimientos, grabo cada una de sus curvas, tallo en mi mente su recuerdo. Si mañana no sale, podre saltarme todo el plan e ir directamente a la ducha. Así un día tras otro mientras no haya nada que mirar desde mi ventana.
…
Amanece, una ducha fría para despertar. Tomo el dinero del primer cajón del escritorio, paso a la cocina por un vaso de leche y tomo un paquete de galletas. Bajo las escaleras de los apartamentos y salgo a la calle. Cierro la puerta y me giro para cruzar la calle y tomar el camión. Subo, pago, el camión se arranca y se vuelve a frenar. Me siento en el único par de lugares vacío y después de pagar, Natasha se sienta junto a mí.
Mi corazón se acelera.
‘Hola Natasha’, le digo con una sonrisa sincera y un bulto en el pantalón.