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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Ella y Él

El creacionista del día. María Luisa Deles





Un lunes de quinta lo vio por primera vez. Todavía no eran las nueve y ella ya había perdido el camión y se había tirado el café sobre la falda. No tenía para acabar la quincena, debía dos litros de leche en la tienda de la esquina y le apretaban los zapatos pero estaba estrenando empleo a poco tiempo de navidad. Su suerte no era mala del todo.

Había coincidido con decenas de hombres más guapos, aunque de lejos, porque todo apunta a que Ella no es el tipo de mujer que puede interesarles. Éste en particular era de la clase que más valía dejar pasar de largo. Visto de frente: buena estatura, brazos enérgicos y sonrisa cínica. Visto de espaldas: excelente trasero y un aviso en letra de molde sobre los hombros: “No voy a quererte y lo que es mejor, no va a importarme que me quieras”.


Con estos antecedentes, Ella -lindos ojos, buenas piernas, corazón de condominio- se dejó acosar consciente de que para afanes como aquellos se requerían ineludiblemente dos. Él tuvo la decencia de no hablarle de amor para que no hubiera malos entendidos pero la llamaba a todas horas y se le aparecía en los lugares más incómodos y oscuros para toquetearla. Ella se lo creyó casi todo y le pidió muy poco aunque después se conformó con menos.

No recuerda si fue un martes o un miércoles cuando se encontraron por fin a solas y Ella descubrió que lo más malo de todo era que Él era en verdad muy bueno. Que besaba despacito pero con cadencia y que su cuerpo se veía mucho mejor sin trapos y bajo la luz indirecta. Él se dejó querer como seguramente hacía con todas porque su corazón no era un condominio, sino una ciudad sobrepoblada con un dispensador de fichas para tomar turnos.



A Él lo querían la recepcionista morena de cara preciosa, la vecina de piernas largas y la novia oficial -de todas la más terca-. Tres o cuatro “ex” que no alcanzaron a olvidarse de ciertos detalles esperaban sus llamadas esporádicas y no le hacían el feo a la hora de aceptarle un café -por mencionar alguna actividad-. Ella miraba hacia otro lado y ponía muy buena cara para no hacer el caldo gordo. Él nunca le había ofrecido algo diferente.






Ella se enamoró un jueves entre las seis y las ocho. Tenía la ropa en el suelo y unas copas encima pero no hizo un solo movimiento para abrir la boca con tal de no desperdiciar la tarde. 


“Pídeme que me detenga, que esto no está bien”, cantó Carreira de lo más oportuno y Ella se escondió bajo las sábanas. Él, enfebrecido de pasión como otras veces contribuyó ignorante a esos sueños locos y para aprovechar el tiempo la agarró a los besos.








Brazos enérgicos y buenas piernas siguieron encontrándose con regularidad y entusiasmo. Semanas iban, veranos venían y el paisaje no cambiaba en absoluto. Ella con gusto porque en el fondo estaba acostumbrada a la mala vida y Él -aunque nunca la quiso como Ella quería- divirtiéndose mucho en el intento porque no la había visto llorar.











Ella lo dejó un viernes de quincena. Entonces ya tenía una cuenta en el banco, había llenado el clóset con varios pares de zapatos del mismo color y no debía en la tienda de la esquina de su nueva colonia. Partes de su cuerpo se rehusaban a seguirla pero de todas formas se fue caminando con paso lento hasta llegar lo más lejos que pudo. Él se lamentó por la pérdida y se fue a jugar un partido de tenis para olvidar.
Ella volvió con Él el lunes siguiente.









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