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martes, 20 de octubre de 2015

VOCES

El creacionista del dÍa. Gerardo Gonzalez 








Las voces susurraban a sus oídos.

Las palabras que lentamente entraban a través de sus orejas, resonaban cual eco en una gran cueva dentro de su cabeza.

― Hazlo. (Hazlo, haz-lo, hazlo).

Su pensamiento era confuso, no podía pensar con claridad. Lo único que podía escuchar era el acelerado pulso de su corazón y el resonar de aquellas palabras dentro de ella.

― Hazlo. (Haz-lo, hazlo, haz-lo).

Trató de pensar con claridad, de preguntarse el por qué tenía que hacerlo. Trató de recordar pero, simplemente, no podía hacerlo. No recordaba las situaciones que la habían llevado ahí, ¿Hubo una discusión o había sido una pelea? Alguien le había hecho sentir una sensación que no era para nada de su agrado.


― No im-por-ta. (No importa, nada importa, no i-m-por-ta).


Tenía que haber algo, tenía que importar. No podía hacerlo sin saber, todo tenía un porque pero todo le resultaba bastante vago. Mientras trataba de recordar, haciendo un esfuerzo en su mente, algo comenzaba a molestarle. No sabía el por qué pero comenzó a sentir enojo, frustración, coraje.


― Enójate (E-nó-ja-te, haz-lo, no impor-ta).


Las voces seguían susurrándole las palabras. ¿Tendrían razón? Claro que la tienen, ellas me entienden, me entienden, comenzó a pensar. ¿Tendría que buscar una razón para hacerlo? No, con lo enojada que comenzaba sentirse no había razón alguna para no hacerlo.


― Hazlo. (Haz-lo, hazlo, ha-z-l-o).


Alguien le había dicho alguna vez que cuando estuviera enojada no tomara decisiones, ¿Había sido esa la misma persona que le causaba el enojo? No, no era la misma. No sabía a ciencia cierta porque lo podía asegurar pero sabía que no era la misma. ¿Quién le había aconsejado esa frase? ¿Lo había hecho para calmarla o para quitarse un problema de encima? No, se lo había dicho amablemente, se lo había dicho como un consejo. Si, había sido un consejo.

Una lágrima escurrió de su mejilla y el panorama comenzó a abrirse un poco. En el horizonte el sol comenzaba a esconderse dentro de la tierra, había nubes y el cielo trazaba algunos tonos rojizos que poco a poco iban siendo consumidos por la inmensa oscuridad que se avecinaba.


Se limpió la lágrima de la mejilla. ¿Por qué tengo que hacerlo? Pensó. ¿Qué hago aquí?

― Hazlo, no preguntes. (No pre-gun-tes, haz-lo, no impor-ta).

Las voces seguían susurrando a sus oídos, cada vez en un tono más alto, más fuerte. El eco en su cabeza era mayor, si antes no podía concentrarse con claridad, parecía que ahora no podía ni intentarlo.

― Hazlo. (No pre-gun-tes).

― Hazlo. (¡No importa!, Haz-lo).

― Hazlo. (¡No preguntes!, ¡No importa!, ¡Hazlo!)


Las voces alzaban su tono más y más, poco a poco le parecían gritos dentro de su cabeza. Los suaves y retorcidos susurros que le habían guiado hasta ese momento se habían transformado en monstruos que le gritaban y ordenaban que lo hiciera.

Tapó sus oídos con las palmas de sus manos.

Cállense.

― Hazlo. (¡No preguntes!, ¡No importa!, ¡Hazlo!)

Cállense.

― Hazlo. (¡No importa!, Haz-lo).

Apretó con más fuerza, aferrándose a la idea de que aquellas voces estaban fuera de ella.

― Hazlo. (¡No silencio!, Haz-lo).

― ¡NO! ― Gritó con todas sus fuerzas y dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose hasta perder el equilibrio y caer duramente sobre el cemento.

― Levántate. (Haz-lo, le-van-ta-te, hazlo).

― No... no quiero.

Mantuvo fuertemente apretadas sus manos con su cabeza y comenzó a llorar. Finalmente recordó.

Por la tarde había descubierto que su prometido se estaba acostando con otra chica, desde hace varios meses al parecer. Él había tratado de justificarse pero para ella no existía justificación alguna, quería morirse. La fiesta, la iglesia, el vestido, la banda, los regalos…

Así es como había comenzado a escuchar aquellas voces y se había subido al edificio en construcción cerca de su casa. Era sábado y el guardia estaba durmiendo la siesta, no le fue difícil subir hasta el último piso posible y asomarse por el filo del mismo.

Aquél consejo había sido de su padre, quien había fallecido hace un par de años.


Descubrió sus oídos y trató de escuchar con atención. Ya no había voces, el sol no se había terminado de ocultar y una suave brisa soplaba, si se levantaba rápidamente y bajaba con cuidado, todavía podría llegar con algo de luz a casa. La cadera le dolía y tenía los codos raspados, pero extrañamente se sentía mejor.