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jueves, 11 de septiembre de 2014

La vida a través de la ventana del microbús no es lo mejor para ti, mi querido Juan Pérez

El creacionista del día.  Aikas - Gerardo Gonzàlez V. 




La vida a través de la ventana del microbús no es algo verdaderamente alentador. Salir, todos los días, y recorrer el mismo paisaje agota. Cansa y, me atrevo a decir, envenena el alma. Pero no hay teoría que valga mientras la prueba no exista, así que, ¿Quién mejor para ejemplificar esto que el pobre de Juan Pérez?

Juan Pérez, para los amigos “Juan”, sale todos los días a  la misma hora por la mañana. Aunque de mañana no tiene ni el canto de los pájaros pero tampoco es noche porque las luces de los coches comienzan a aparecer en la lejana imagen de la ciudad, en vez de esconderse. Sale a la hora del trabajador, aquella en la que no ha despertado el cuerpo pero tampoco logra de nueva cuenta echar el sueñito. 

Llega a la parada, no establecida oficialmente del camión y aborda el vehículo de transporte público que pase,  pero siempre, la misma ruta en el camión. Pasa mirando las mismas casas sobre la acera; viendo pasar los mismos vehículos que velozmente, y torpemente también, llevan a los niños a las escuelas. Los mismos policías de tránsito tratando, vanamente, de controlar el flujo vehicular para evitar embotellamientos.
Baja rápidamente después de un cortés “gracias” e ingresa al mundo subterráneo de la ciudad. Aborda la misma línea y baja en la misma estación, camina en dirección de la misma avenida y toma rápidamente otro camión. Pareciera que tiene los tiempos contados porque siempre está en punto del lugar para poder abordar, dos o tres personas menos, el mismo lugar en el mismo camión que lo llevará a su trabajo.
Del trabajo pasa rápidamente, entra, trabaja, come, trabaja y sale. No hay realmente mucho que decir.

¿El camino de regreso? Igual solo que más lento.
Al llegar a casa, se prepara su cena y la comida del día siguiente y se va directo a la cama.
Pero como dijimos con anterioridad, aquello envenena el cuerpo.

Una noche cualquiera en la que Juan Pérez debería de estar durmiendo, su cuerpo comienza a sufrir de un ataque de náuseas. Se levanta envuelto en sudor frío y corre a su baño para vomitar.  Números, cálculos, presupuestos, hojas de datos y más cosas aún peores salen de su boca y se precipitan en caída libre hacia el escusado. El esfuerzo le propicia un dolor de cabeza pero aquél vomito le libera de una especie de carga o pesar que se encontraba dentro de su ser.

Y aquí es donde todo puede cambiar.

No sabe si irse a dormir o prepararse algo para relajar el estómago, al final, en contra de la costumbre y preocupado por su cuerpo, decide dirigirse a la cocina para prepararse un té de manzanilla. Sirve el agua en su taza y conecta el microondas pero al pensarlo mejor, decide vaciar el agua en el pocillo y calentarla a fuego lento en la estufa. Mientras toma el té y observa por la ventana, un peculiar brillo en el cielo le sorprende a través de las cortinas. Decidido a descubrir lo que es, se levanta con su taza de té y camina hacia la ventana. Una vez de frente, recorre la cortina y observa una minúscula y apenas perceptible lluvia de estrellas.

En un actuar desesperado, su cuerpo se adelante y pide un deseo. Seguramente Juan hubiese pedido un aumento, una promoción, un coche o inclusive, que el malestar estomacal desapareciera, pero gracias al cielo, su cuerpo se le ha adelantado.

Vivir, vivir es lo que pide su cuerpo.
Al despertar, Juan Pérez se ha dado cuenta que se ha quedado dormido, va tarde ya por diez minutos que, bien sabe, significan veinte en su hora de llegada. Todo es exponencial en la gran ciudad.

Se baña como puede, toma su desayuno con una rapidez impresionante y sale corriendo hacia el camión.
Al subir, se da cuenta que va más lleno, hay más gente y no puede sentarse recargado en la típica ventana, sino que le queda estar en medio de todo el mundo de gente que entra en un microbús del transporte público. Tarda más en llegar y corre esquivando gente entre la gente para poder abordar un vagón del metro a tiempo. Se escucha el pitido de las puertas mientras baja las escalaras pero para cuando se encuentra en el andén, el metro se ha ido. Desesperado, Juan Pérez mira al reloj y se da cuenta que ya es su hora de entrada. Su perfecto e inservible record de entradas en hora se iba a ver mellado el día de hoy. Pero cuando todo parece perdido, todo se vuelve peor.

El metro siguiente tarda, la gente sigue bajando; ya casi no se puede pasar cuando  la luz de “salida siguiente” se prende en uno de los andenes y el metro comienza a hacer su entrada triunfal. La gente se acumula en las puertas y cuando estas abren, se vuelve una lucha de supervivencia.Y en ese momento, mi querido Juan Pérez, te das cuenta que la vida que estás viviendo es una mierda, no vives amigo, sino que sobrevives. Sufres el viaje de quien sabe cuántas estaciones hasta que por fin llegas a la que será tu salida de aquel infierno. Sales entre empujones pero por fin logras respirar aire fresco. Tu cuerpo te pide un poco de descanso, no corras, espera, reposa, grita desde tu interior.

Y aquí, Juan, aquí es donde todo debe cambiar.

Cuando recuperas la postura, ambos trenes no se encuentran y tienes vista libre hacia el otro lado del andén. 

Y ahí es cuando la ves.

¿Qué harás Juan Pérez, seguir corriendo a sobrevivir o, aunque sea tarde, llegar a la vida a vivir?





La vida a través de las ventanas del transporte público es realmente desalentadora, sino te fijas en lo que ves y solamente miras por mirar.