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martes, 22 de agosto de 2017

Primer y último Encuentro

El creacionista del día. Alma Carbajal G.


21/ 09/ 2004







Las luces de la ciudad pestañean acciones vacías, en un largometraje en el que los protagonistas, con rostros demacrados por la humedad,  buscan el regreso a casa después de una súbita lluvia fantasmal. A las 9:15 llego a la estación para transportarme de un lado al otro de mi departamento.  Luego de una agitada tarde de trabajo, lo único que quieren estos pies de marfil, es ser colocados en la cómoda y  afelpada estantería, más parecida a una almohada. 


Después de un rato, ningún tren ha pasado, lo cual resulta extraño en plena hora pico. Distraída, por el fastidioso dolor de piernas, recién descubierto en mis extremidades, no pongo atención y sigo leyendo en el andén "Platicas de un cadáver". Han pasado cerca de dos horas, miro mi reloj de pulsera y lo cotejo con el de la estación, que para mi decepción está descompuesto, las manecillas han quedado inermes marcando las 8: 15; al percatarme de este detalle, también me di cuenta que me encontraba completamente sola. El puntilloso dolor de piernas se hacía más fastidioso,  y entonces comencé a ponerme nerviosa. 


Traté de volver por la entrada principal y tomar el  tren en otra parada, extrañamente las puertas habían sido clausuradas. Un siniestro lamento, casi inaudible, se extendió por el lugar; estaba indispuesta a ser presa del pánico, puse la lógica como primer pensamiento y baje de nuevo al andén. Un latido sorpresivo, tal como si fuese un disparo me cruzo el corazón, ya que al bajar las escaleras vi un tren estacionado, el cual nunca escuche llegar. 



Con los latidos de mi corazón a galope seguí avanzando, buscando el origen de aquel sollozo. No quería entrar de ninguna manera al vagón, pero el triste sonido se hacía más fuerte conforme me acercaba a la interior. Vi a  una chica en cuclillas – en este punto mi vista se tornó borrosa –  entre más iba acercándome, los ojos no me respondían para enfocar de manera detallada su pequeña figura; tallé mis ojos en un esfuerzo inútil de aclarar mi visión.  La chica desapareció en esos diminutos segundos, sin embargo el llanto continuaba. 


De pronto tuve una extraña sensación de humedad sobre la falda, una mancha café rodeaba toda la parte de la cadera, en tanto,  el angustiante dolor de piernas continuaba atornillándome las rodillas y los tobillos. Un ruido metálico y tintineante interrumpió mi cavilación sobre mi atuendo y el malestar. Salí del vagón pensando que un nuevo tren estaba arribando a la estación, nada. El susurro de la tristeza se deslizo hasta la vía.  Fui acercándome a la parte baja sobre los rieles y halle de nuevo a la misma chica, esta vez se encontraba arrodillada, tratando de sacar un objeto entre la madera y el hierro;  la pude ver menos borrosa luego de nuestro primer encuentro. 


En este punto recordé todo lo aprendido sobre fantasmas, maldiciones y ajuste de cuentas con los vivos, pero deje todo eso de lado, quizá esto me sucedió a mí en el tiempo justo, para ayudar a un espectro, o por una razón cualquiera. Conforme fui aproximándome a ella,  la vista comenzó a fallarme nuevamente –   mi obstinación me empujo a acercarme lo más que pudiera – tropecé y quedé a escasos pasos cerca de la chica, ésta volteo su cabeza hacia mí, hizo algunos ademanes como si estuviese observándome, y cuando tendió su mano para ayudarme a seguir en pie, simplemente las piernas ya no me sostenían. 



El sonido de un tren a toda velocidad surco las paredes en un eco estrepitoso, y vientos salidos de algún lugar de mi imaginación,  zurcían el recuerdo tardío que llegaba a mi memoria a marejadas. Vi en el pálido reflejo de los ojos de la chica mis propias lágrimas, su pierna rota, su mano deshilachada, en la que rezumaban los vestigios sanguinolentos de una definición inhóspita de un final decidido por la desesperación. 




Los frenos del tren no respondieron a los gritos de aquel instante, y el giro de un cuerpo al vacío sobre una tristeza bellamente cincelada, procrearon a una venus sin nombre, cuando faltaban diez minutos para las nueve de la noche. Me encontré llorando en el andén, sentada sobre la pendiente que daba  a los rieles. El dolor seguía carcomiéndome las piernas, pero se iba alejando conforme fluía mi aflicción. 


Jamás había creído en nada; jamás había creído ni siquiera en mí, hasta ese momento, en ese primer y último encuentro.