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jueves, 23 de febrero de 2012

El papá de mi amiga Clara

El creacionista del día. Alma Angelina C. Carbajal Guzmán






A los12 años jamás pensé enamorarme en secreto de un hombre, mucho menos, mayor que yo; desde esa ocasión su mirada alcanzó mi corazón y luego se encontró con mis ojos poco menos de cinco segundos, pero yo no pude apartar mi vista de todos sus ademanes e incluso de aquel aroma que percibí cuando por fin me estrecho la mano con solidaridad. Sus expresiones me parecían tan familiares, a veces pensaba que lo conocía de toda la vida, me sentía tonta por imaginar aquello, sabiendo la diferencia de edades, pero no podía dejar de sentir que quizá en otra época me protegió con toda su alma.


Clara me invitó a pasar la tarde en su casa; a la hora de la comida, nos sentamos los tres a la mesa, pero no contaba que minutos más tarde mi mundo romántico perfecto se iría directo al precipicio. La madre de Clara por fin se sentó a la mesa, llego media hora retrasada; trabajaba en ese entonces en una empresa aseguradora, tal parecía que a Edmundo no le agradaba para nada que lo hiciera, porque desde que tenía ese trabajo ya no iba a casa a comer y a veces ni a dormir, Clara me contaba todo esto en el recreo, extrañaba mucho a su mamá, pero lo que más la entristecía era que sus padres peleaban todo el tiempo.

Hubo un silencio pesado el resto de la comida, que hizo que la atmósfera se tornara quebradiza, casi de cristal; Clara estaba cabizbaja, no había probado bocado, solo picaba minúsculos pedazos que transitaban sin gusto en su boca. Edmundo miraba a la madre de Clara con enojo, mientras ella devoraba todo lo que había sobre el plato sin importarle los sentimientos flotantes alrededor. Yo solo observaba al cariño de mi vida, triste, enojado e impotente, quisiera haber tenido su edad y poder consolarlo.

Edmundo se puso de pie, ya no podía soportar la presión de lo que se creaba en su interior, dio rienda suelta al infierno y ahí en medio de las dos, pregunto a la madre de Clara:

—Sé que me engañas con un compañero de tu trabajo.

Beatriz soltó estrepitosamente los cubiertos sobre el plato

— ¿Estás seguro de lo que dices? Creo que te equivocas, además… creo que ambos sabemos que eres bastante des-pis-ta-do, seguro y tuviste una de tus tantas alucinaciones, iremos con el doctor Alcázar para que te cambie la dosis.

— ¡Beatriz estaré loco, pero no soy un estúpido! Los vi saliendo de la oficina, abrazados. Lo besaste. Por favor no sigas mintiendo.

La madre de Clara se levantó de la mesa al igual que Edmundo y ambos de pie en el extremo de la mesa, se miraron con mutuo odio. Clara comenzó a llorar, la abracé fuerte. Beatriz tomó su copa y bebió un poco de agua, la que sobró se la aventó en la cara al papá de Clara; estuve a punto de querer arañarle la cara y quitarle esa expresión de vanidad y orgullo que resaltaba en su elaborado maquillaje y en esa falda ajustada que solo la hacía ver como una cualquiera.

El amor de mi niñez apretó el puño sobre la mesa; Beatriz empacó sus cosas en un santiamén y se marchó. Clara no tenía el valor de detenerla, ya no era su madre, si no una completa desconocida porque no se dio cuenta de que ella estaba ahí, llorando, sacando lágrima a lágrima un grito que le suplicaba: ¡No te vayas mamá! ¡No me abandones!

Clara se apartó de mi lado y corrió hacia la puerta cerrada, Edmundo salió de su estupor y la tomó en sus brazos. Se quedo mirándome agradecido por no haber soltado a Clara, sonriéndome me sostuvo la mano y besó mi mejilla. Por alguna razón supe que desde ese día jamás me separaría de él.