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jueves, 9 de marzo de 2017

EL PASO DE LAS HORAS

El creacionista del día. Adán Echeverría












Las cinco y, como tú, son miles que por todos lados corren a saturar las oficinas. Visten la misma ropa ajustada, las botas industriales y el mismo corte de cabello al rape; van y vienen por las calles y avenidas; dentro de los túneles, en los elevadores, adheridos al calor de los amaneceres; corren hacia el trabajo pero con la mente, igual a ti (al menos siempre lo has sospechado), en el deseo que su turno concluya sin sobresaltos.


Cuando comienza el día te das prisa porque los relojes siempre se adelantan. Necesitas escuchar el acostumbrado zum del láser al deslizar la tarjeta, que te recuerde que sólo eres alguien más a enfrentar su ineficiencia.


Despertares amodorrados en que los noticieros de la televisión empiezan puntuales (cuatro de la mañana). Servir el desayuno en esta oscuridad que retrocede. Células desprendidas por el vaporizador y salir hacia el trabajo. Cumples la rutina con exactitud, necio ante la idea de que ella pueda enterarse: has cambiado, recapacitas sobre tus ideas que la consumieron en esa angustia de perderte. Ese sentimiento corriendo por el sueño: despertaba a intervalos, sudorosa, presa del pánico porque te quitaras la vida. Ella no está más en casa, ni en la cocina ni dentro del vapor que exhala el cuarto de baño. La noche se mantiene pero, en el horizonte, esa blancura anuncia la mañana.

Miras las mujeres a tu alrededor, y reniegas ante los colores tristes que el gobierno les permite vestir. Recuerdas los días de juventud, cuando todo era un despuntar de curvas, prepararse a soportar el deseo en las pieles agitadas; ellas enarbolando, sin censura, el centelleo de la moda. Sonríes por el recuerdo de los errores a que se dejaban arrastrar cuándo, sin complejos, abarrotaban las discotecas ávidas de explorar el mundo. Qué mejor sitio para perseguir y sitiarlas como presas de tiro. En los corredores de la disco, los hombres bebiendo y fumando mientras traman la celada. Que diferencia con las actitudes feministas de ahora, cuando las mujeres que desean procrear acuden a los bancos de semen a diseñar el modelo de hijo que quieren tener. Someterse al implante, y esperar. ¿Dónde quedó la algarabía del recorrer las pieles, la sudoración de los jadeos?


La viste reír en un rincón apenas iluminado de la discoteca. Bebías, solitario, en la barra. Los ritmos y el juego de los láseres chispeando sobre los espejos y las cabelleras ondulantes. Una luz platinada mostrándote su faz, la cuadratura de su cara, nariz pequeña; esa redondez de ojos remarcados por el maquillaje. Los medianos labios pintados de negro. Ella igual te miraba mientras carcajeaba por alguna broma. Un remolino circuló tu pecho y salió por los ojos cuando leíste en la distancia aquel Hola repentino.


Continúas junto a las mujeres de este día en que todo parece tan lejano e ilusorio. En el sonido ambiente dictan la hora: cinco y diez minutos; otra vez la música instrumental de la programación diaria. “Ni colores en la ropa ni excesos en los decibeles, para manejar los impulsos del carácter hay que dominar los pensamientos”. Les miras las piernas, los senos oprimidos, ¿dónde la coquetería de antaño?, la piel al natural y los rostros áridos. Sabes que en alguna guardería han quedado sus pequeños a enfrentar su propio mundo, sin imaginar los cambios que acentuará el tiempo en sus vidas. “Cómo quieres que piense en tener hijos, no te das cuenta que están hurtando las emociones”. Quizá debiste acceder a su petición y depositar el semen en el banco, o al menos mostrarte interesado en construir una familia. Tal vez todo hubiera sido distinto.


Nunca estuviste de acuerdo con ella cuando dijo que se apresuraron a compartir casa, aunque quizá tuvo razón. Tenían planes diferentes: ella y sus clases de yoga, voluntariados, servicios en la iglesia, el tai chí de todos los días; mientras tú disfrutabas pasar el tiempo en el campo, ofreciendo proyectos a los comuneros, recorriendo las veredas donde el olor a hierba húmeda se trepaba a las botas y los pantalones, era mejor que permanecer pegado al escritorio de la oficina entre paredes blancas y cajas con papeles de archivo rodeándote.


No te enojó que persiguiera cuanto mecanismo de autoayuda le sugirieron. Al principio la idea era aceptable; la habías conocido como chica disco y ahora recuperaba el tiempo “buscando el interior de su alma” como solía decirle a sus prolongadas meditaciones. Al menos no tendrías que regresar a esos lugares que nunca fueron de tu agrado. Muchas veces has imaginado que quizá sólo acudiste a la discoteca, esa única vez, porque tenías que encontrarla.

Nada hubiera ocurrido si no le hubiesen dado ese trabajo en el gobierno para impartir capacitación sobre la unificación de los procesos para alcanzar la extrema calidad de los trabajadores. Todos los días hablando de la importancia de las igualdades, documentar cada una de las acciones de los empleados. Aplicaba esas filosofías de procedencia japonesa hasta en cuestiones caseras, que si el seido para tal cosa, el seiketsu debe prevalecer en armonía, hasta cuando vas a entender que el seiri nos ayudará a planear mejor nuestras actividades. Era castrante tanto orden recién establecido. Sin embargo, nunca la viste tan plena.

Ya no cabe más gente en los vagones. Se realizó la última parada y enfilamos hacia el centro de la ciudad. Aprietas los dientes para no gritar y cuentas números impares hasta el quince, mientras respiras con lentitud, debes acostumbrarte a olvidarla. La voz electrónica del sonido ambiente señala las cinco treinta; tu reloj marca cinco veinte, esa manía de robarse los minutos. El gris de los trajes sastre cruzando a tu alrededor ensucia la claridad del amanecer.


Esta soledad te consume. Con esto de las igualdades, desde que ella decidió partir, tuviste que acostumbrarte al sexo en la intranet. No quedan sitios para el esparcimiento, y las aglomeraciones lúdicas son tan vigiladas cómo para que pretendas escapar a un antro a ver qué pasa. Siempre de por medio los ordenadores y la señal del satélite si quieres alcanzar el orgasmo.


Alguien enciende un cigarro y las alarmas se activan. Adelantas la nariz para inhalar un poco y gozar la rebeldía de algún extraño que no tardarán en encontrar para darle un escarmiento. El bajo mundo continúa su mercado negro de tabaco y a veces te gustaría infiltrarte con estos revolucionarios, pero nunca has tenido el suficiente coraje. Ella vuelve con esa delgadez tirana, esas manos como vidrios, el amarillo en los dedos, su aliento fétido a tabaco. Los días de asueto sólo despertaban para hacerse el amor y fumar cigarrillos. Compartías todo con ella, era tuya hasta que se la tragó el sistema y se fue, te abandonó porque no querías ceder a dejar tu independencia por el futuro que proponía el gobierno recién electo.


Los miles de transeúntes con sus ya gastados buenos días, arrojados sin ánimo, te hacen sentir como un personaje de esos artículos de las revistas mormonas que ella acostumbraba leer, donde podía verse gente, en algo parecido al paraíso cristiano, hermanada “hasta con las bestias”, pero en esta realidad, con los rostros pendientes de ignorarse unos a otros en el colmo del protocolo establecido, tal vez porque todos caminan con miedo y prisa.


Es verdad que en ocasiones, ella y tú, coincidían sobre lo hermoso que era despertar juntos, llenar de aire los pulmones, palparse, saberse vivos y con el entusiasmo de no ceder ante las imposiciones sociales. Por eso cuando comenzó con lo de “sólo significar una parte en el proceso”, aturdido ante el cambio que comenzaba a operar en su comportamiento, quisiste imponerte aduciendo: “de esa forma se deja de Ser uno mismo para ser la pequeña parte de un todo”. Quién diría que junto con los compañeros, de la logia que frecuentaba, lograrían plasmar esas ideas en la ciudad, que serían puestas en práctica. Peor aún, cuando el partido que formaron ganó las elecciones y se dictaron las leyes que nos tienen en este mundo artificial privado de individualidades.


En el fondo no has dejado de resistirte. No quieres aceptar esta fantasía utópica de poner todo en manos de la tecnología y los valores preestablecidos: “Nos ha tragado el sistema, los cerebros están vacíos porque todo lo resuelven las máquinas”, te quejabas apenas la oías llegar a casa. Y cómo tú, los rebeldes son solitarios que deambulan en el anonimato, nadie puede reunirse con otro fuera de las oficinas o los lugares públicos. Cada quien en su lucha interna.


Tu reloj marca las cinco cuarenta y cinco. Deshaces los recuerdos mientras caminas rumbo a la oficina. Ella estaría orgullosa de verte acomodado al sistema, por eso la odias, y a ti por que nada puedes hacer.

Ante los primeros triunfos de su partido, ella se entusiasmaba y no podías compartir esa alegría. “A costa de qué...” sentenciabas. Apenas asumieron el poder, las cosas fueron cambiando drásticamente. No más viajes al campo. Pasar las horas adherido a un monitor. Tener que compartir el escritorio. Cada día hace falta deslizar la tarjeta y dejar que un sensor te lea la pupila para que la computadora compruebe tu asistencia y las puertas del edificio deslicen permitiéndote el paso. En el turno que te toca cubrir contestarás correos electrónicos para satisfacer las demandas de algún consumidor situado en cualquier punto de la ciudad. Pero esta mañana al llegar al trabajo te percatas de las adecuaciones: se preparan para recibir nuevos empleados. Las cinco cincuenta y ocho cuando deslizas la tarjeta de registro.


Con los proyectos de automatización del campo, que se han estado promoviendo en este régimen, todos los poblados se han abandonado y la gente viene a radicar a la capital. En lo que eran los pueblos, se han levantado bodegas para almacenar los productos que van a exportase. En fotografías que llegan por correo, o en los noticieros, has visto las cúpulas doradas de los laboratorios para la clonación de esos conglomerados de células que sirven para el alimento; invernaderos y jardines de hidroponía surten los mercados.

- ¿Cómo no puedes estar de acuerdo con el sistema?

- Nada es natural. Nos arrastran hacia lo inanimado.- No consigues olvidar la repetida discusión. - Esto de recluir a todos en las ciudades.

- ¿Y quién querría ir al campo, si en la ciudad puedes encontrarlo todo? Qué la naturaleza se quede ahí. Nosotros vivamos esta civilización en qué alguna vez teníamos que desembocar- ella remataba en el hartazgo.

A veces piensas que la necedad hizo que ni uno de los dos cediera. Pero ante el aparato burocrático que dicta el ritmo de vida actual, sabes que ella tiene las de ganar, es parte primordial del nuevo estilo de vida. En cambio tú, no eres más que un disidente fracasado. Con su partida, un aniquilante vacío creció en la mente.

La mantenías en constante congoja al vivir con un hombre con el cual no compartía ya ni un ideal. Se la pasaba siempre entristecida porque buscabas pretexto para sentirte mal, hasta que se hartó de tu nostalgia.

Hoy tu tarjeta no activó el dispositivo que te permite entrar. El edificio sigue creciendo con las adecuaciones y no sabes dónde acudir a solucionar el problema. Rompieron las paredes para acomodar a los de reciente contratación, más de cinco mil personas.

Caminas por diversos corredores en busca de una ventanilla para avisar la imperfección de tu tarjeta. Has dado tu número una y mil veces por el telefoto. “Debe haber un error” te dicen “Nunca había pasado. Son tarjetas irremplazables que no caducan”. Ocho y cuarto. Los minutos te atraviesan y el sensor activando a otros empleados.

De pie junto a la ventanilla de control y evaluación, te sientes herido por los rostros de los demás empleados que cruzan, ignorándote.

- Jamás había sucedido- nueve y media.

Sentado en el rincón del cuarto de entrada, todos los relojes te miran. Los días son los mismos hombres y tú sigues esperando que concluya la búsqueda en la memoria del ordenador.

Todas las fotografías con el mismo traje y corte de cabello. No van por el cincuenta por ciento de la revisión de la base de datos cuando otro grupo de hombres llega a comenzar su labor. Son las diez en punto. No te has presentado a cumplir tus obligaciones y es hora de partir a casa para el almuerzo.

- En tu bandeja dejaron este sobre para ti – te dice el compañero de escritorio y guardas el papel en la bolsa trasera del pantalón.
Se activaron las impresoras por que no estuviste para contestar tus correos.
- No tiene caso esperar, nos pondremos en contacto con usted.

De nuevo hacia las calles desiertas del centro de la ciudad. Diez quince. Apenas de vez en cuando cruza un carro. Han desmantelado los semáforos confiando en la capacidad de civismo de los automovilistas.

Regresas a casa. Los empujones de la gente te impulsan hacia dentro del vehículo público. En el sonido ambiente las noticias sobre los nuevos trabajadores que llegaron temprano a la ciudad, movidos por la idea de las mejoras que se producirán en su vida que el gobierno, con toda la maquinaria publicitaria, se ha encargado de inculcar en las conciencias. Piensas en esos pueblos fantasmas, que no volverás a mirar.

“La aglomeración es responsable del bloqueo en el sistema”, piensas, “han comenzado los errores, y tú no me creías; ahí tienes tu sistemita comenzando a caerse”. Pero ella está muy lejos para escucharte. Piensas en todas las tarjetas que habrán fallado este día. Quieres disfrutar el triunfo.

Quién iba a imaginar que llegaría este momento, ver caer esta pesadilla de igualdades. “Tendrán que extenderme otra tarjeta con un nuevo número. Seré diferente a todos éstos seres que me rodean”.

Once treinta. Ya en casa, te desnudas, dejando la ropa regada por el suelo, y entras al vaporizador. Descubres el sobre que contiene el papel impreso.
Comienzas a rasurarte la barba del medio día.
El espejo empañado; le echas agua pero ni así logras ver tu imagen nítida.
Sientes mareos.


El teléfono se ha encendido: Le informamos que la computadora ha terminado (el vapor te ahoga y sales del baño) la búsqueda en la base de datos de los trabajadores del Estado (caes junto a tus pantalones, y te llevas las manos a la garganta por el olor que raspa; vomitas y te revuelcas sobre tus ropas); su fotografía y datos personales no aparecen entre nuestros afiliados (alcanzas a ver el sobre, lo rompes con los dientes y sacas el papel); no es necesario explicarle que en este país la seguridad es inviolable, y no entendemos de dónde obtuvo esta tarjeta que no concuerda con la lectura de su pupila; y por la protección de nuestros conciudadanos (miras el contenido, y alcanzas a leer los caracteres:) no necesitamos gente que intente violar los estatutos y leyes que nos brindan paz (Lo siento, si no estás con el sistema estás en contra). Terminas de leer cuando la fuerza abandona el cuerpo. Ya inmóvil, la imagen de ella, sentada bajo la luz, en ese rincón de la discoteca, se apodera de tu mente y el reloj pulsera por fin se detiene.