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jueves, 14 de julio de 2016

EL NIÑO Y EL SOLDADO (Ángel de Guerra)

El creacionista del día. Orlando Toral














 – ¡Adiós a las armas! – Gritó el soldado. Lanzó su ametralladora contra la enorme roca que estaba a su lado y se inclinó hacia el frente para levantar al soldado del ejército enemigo, quien yacía malherido en el suelo abandonando todo su dolor en la tierra marcada por la pólvora y la sangre. Los fragmentos de roca que emergían de las explosiones golpeaban su espalda y su rostro desnudo. El calor dentro del campo de batalla era tanto como el infernal encierro dentro de un horno al rojo vivo.




Apoyó la cabeza del soldado en su brazo izquierdo y con su mano derecha presionó la herida de bala situada en el costado izquierdo del hombre. Asegurándose de que su enemigo se encontraba mejor, lo levantó y lo apoyó en su hombro, pasando el brazo del herido por detrás de su nuca y sosteniéndolo por su espalda. Entonces se dispuso a salir de ahí para llevar al hombre a un lugar seguro. Con la mira de llegar al otro extremo de la barrera que el bosque había formado con rocas y troncos, avanzaron entre las balas que pasaban como una lluvia negra de un horizonte a otro. De pronto, la fuerza le abandonó el cuerpo y cayó tratando de salvar al soldado enemigo. La gloriosa y tan anhelada victoria comenzaba a proteger a sus patriotas, pero no a su objetivo. Una herida en su espalda le hizo arrodillarse al lado de su protegido y la luz desvaneció en sus ojos despavoridos.

            




                 Al final, el destino le había cobrado su acto.



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– Dime, hombre de guerra ¿Qué te dio valor para desafiar a tus superiores y a tu nación cuando intentaste salvar al enemigo?



El soldado lanzó un par de parpadeos ligeramente confundidos antes de que abriera los ojos y se viera a si mismo tirado en medio de un bosque. Buscó entonces el origen de la voz que lo había despertado. Miró hacia su izquierda y aun con la vista nublada alcanzó a distinguir a un niño dirigiéndose hacia él. Un niño de nueve o diez años de edad, con las prendas sucias y rotas, el rostro lleno de tierra y rasguños en algunas partes.



El último de los recuerdos que su mente había guardado regresó y rápidamente se levantó, quedando sentado en las hojas secas con el pecho agitado.



– ¡Tranquilo! Estás bien. Ya todo terminó – Dijo el niño mientras le acercaba un poco de agua que recién había tomado del río que corría a escasos metros de donde estaban.




– ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy? 




– A salvo. Estás en un lugar seguro. Pero hice una pregunta y me gustaría mucho que me la respondieras. ¿Por qué intentaste salvarlo? ¿Qué te motivó a hacerlo?



El soldado se puso de pie y miró a su alrededor. El lugar era sorprendentemente tranquilo. Las altas y verdes copas de los árboles lo perdían en un hermoso abismo de paz. La hojarasca regada en aquel bendito suelo era más cómoda y suave que cualquier cama de lujo; y el incesante sonido del río mezclado con el canto de las aves era la música más relajante que había reposado en sus oídos. No había señales de guerra, no había una corteza rasguñada siquiera.


El soldado, tomando el agua que el niño le había ofrecido, lo miró fijamente a los ojos y dijo.



– Nunca antes me había detenido a escuchar los susurros del agua en un río, son hermosos. Y para cuando los escuchas tal vez ya es demasiado tarde. Tal vez ya no tendrás todo el tiempo que quisieras para estar ahí.




                En medio de la guerra he matado a mucha gente, y solo hasta ahora puedo ver que no había razón alguna para hacerlo. Tal vez hay gente mala en el mundo, pero no está en nuestras manos esos destinos ni esa clase de justicia. ¿Quiénes somos nosotros para disponer de quien muere y quien debe vivir? ¡¿Quién?!... – Exclamó el soldado como si todavía lo estuviese reflexionando. – Si cuando ofrecemos nuestras manos para imponer justicia y acabar con los asesinos, condenamos también nuestras manos a las manos de un asesino.




Los soldados enemigos lo hacen por la misma razón que yo: obediencia y servicio a la nación. Pero terminamos asesinando a personas que, en realidad, no nos deben nada. Ya quisiera ver a un gobernante pelear en carne propia sus propias batallas.




 ¿A cuántos hombres he matado? ¿A cuántos hijos, padres, hermanos, esposos he arrancado la vida?






Yo corría en el frente atacando en medio de cañones, balas y otros soldados. Cuando estaba a mitad del campo encontré al enemigo herido en el suelo. Le apunte con mi arma para aniquilarlo, pero no pude. Sus ojos me decían más que cualquier cosa, más de lo que su desconocido lenguaje podría haberme dicho. Vi en él el mismo sentimiento que me invadía. Él no quería morir ahí. Quería volver y abrazar a su hijo. Quería regresar para besar con todo el amor y pasión a su esposa y hacerle saber cuánto la amaba. Quería morir envejecido al lado de su familia y abrazando a sus nietos.





 Así que decidí salvarlo. Trate de llevarlo a un lugar seguro fuera del campo de batalla pero, cuando estábamos a punto de cubrirnos entre los troncos de los árboles y las grandes rocas, caí junto con él. Un cuchillo que se había clavado en mi espalda me hundía en la oscuridad eterna. Dirigí mi mirada hacia el soldado y noté que me decía algo, pero yo ya no podía escucharlo. El peso de mi cuerpo, del suelo, del viento e incluso del silencio, era demasiado. Y mientras él intentaba sacar el cuchillo de mi espalda, los ojos se me apagaron. Me quedé frágil e indefenso en los fríos brazos de la muerte. Me sorprende que aun esté vivo. Me sorprende que aun pueda respirar y que no haya muerto en ese maldito lugar.






                El niño se quedó mirando hacia abajo y luego dijo.





               
  – ¡No te apures! No quiero que pienses que estás vivo. En realidad no lo estás. Moriste en ese lugar, en ese maldito lugar como bien dijiste. – El soldado quedó sorprendido por lo que recién había escuchado y parecía no poder creer lo que el niño le decía. – ¡Mira! – El niño llevó su mano a la espalda del soldado y luego se la mostró bañada en sangre. – Tienes la herida que te mató, pero ya no te duele. Ahora ya no puedes sentir nada, ni dolor ni miedo, ni alegría ni tristeza. Tu cuerpo es un montón de cenizas y tu alma un pedazo de hielo que se resiste a deshacerse en las llamas. ¡Ya no eres nada!


               
  – Entonces… ¿nada de esto es real? – Preguntó el soldado fijando su mirada hacia su alrededor.

               
 – ¿Esto? Esto si es real. Lo que aquí es inexistente somos tú, yo… – El niño volteo a ver a un hombre que los miraba desde el otro lado del río. – Y ese hombre que ves ahí parado. ¿Lo recuerdas? Es el soldado al que intentaste salvar, murió segundos después de haberte asesinado.



  El soldado quedó mirándolo con algo de desconcierto y parecía querer decir algo pero no dijo nada.


               
 – Sí. – Continuó diciendo el niño. – Tú moriste por mano de él. El no intentaba arrancar el cuchillo de tu cuerpo, él estaba enterrándolo y torciéndolo aún más. Te traicionó. Aprovechó que intentabas salvarlo para matarte a ti. Ahora lo tienes ahí, frente a ti. ¡Anda, envíalo al infierno de una vez por todas!


               
     La mirada del soldado se quedó fija e inmóvil, sus pensamientos rebotaban una y otra vez dejando ecos solamente repitiéndose en su conciencia. Por un momento pareció susurrar cosas, y en instantes no sabía ni siquiera a donde mirar.


               
   – No – Dijo al fin. – Esa no es decisión mía. Quizá lo merezca, pero no seré yo quien lo haga. Hay gente mala en el mundo, pero sin esa gente nada de lo que ahora es podría ser. Y ¿Cómo podríamos asegurar cuan mala es? Si, quizá, para ella los malos somos nosotros. Además, un mundo de eterna dicha llegaría a ser aburrido. Sin Judas no hubiese habido traición ni crucifixión, sin el espectro de la muerte persiguiéndonos no sabríamos lo que es luchar para vivir. Triunfos, caídas, todas nos enseñan algo. Y es aquí donde aprendemos a valorar hasta lo más pequeño que tenemos. Sin oscuridad no existiría la luz. Sin Dios no existiría el diablo. Sin maldad no sabríamos lo que es la bondad. Sin errores no sabríamos lo que es correcto. Sin guerras no conoceríamos la verdadera paz. Todo lo que nos pasa nos pasa para que aprendamos algo, y es necesario que sepamos eso.Solo hay una cosa, me gustaría mucho saber qué fue lo último que él me dijo antes de mi muerte.

             



                 El niño lo miró fijamente y dijo.



               
  – Él, habiendo clavado el cuchillo en tu espalda, dijo con rabia y fuego en el corazón:  “Al fin te encuentro, desgraciado. Mataste a mi familia. Fuiste tú quien arrebató la vida a mi esposa y a mi hijo. Ahora muere, infeliz. Muere. Y arde en las llamas del infierno.”



  – Entonces él tenía buenas razones para asesinarme. – Dijo el soldado ahora un poco más tranquilo.


            
  – Sí, y en verdad lo hiciste. – Decía el niño. – Yo estaba en mi casa junto con mi madre. Nos disponíamos a comer, pero ella estaba muy triste. Mi padre no estaba, había ido al campamento de guerra y aun no regresaba. De pronto oímos gritos y disparos afuera. La gente comenzó a correr por todas partes muerta de pánico. Mi madre atemorizada, corrió a abrir la puerta del sótano y me llamó para que entrara con ella.



Pero para cuando eso ocurrió tú ya habías entrado. Tomaste tu metralleta y le disparaste a mi madre matándola al instante. Corrí hasta donde dejaste su cuerpo sin vida y me arrojé a ella para abrazarla. Y entonces me disparaste a mí. – El niño levantó sus prendas descubriendo cuatro heridas de bala incrustadas en su pecho. – Tú todavía estabas ahí cuando mi papá entró, le disparaste también, pero él no murió. Cuando él reaccionó tú ya te habías ido junto con los otros soldados de tu nación. Entonces mi padre tomo nuestros cuerpos y juró que no descansaría hasta encontrarte y matarte. Y eso es lo que ocurrió. Ese hombre que ves ahí es mi padre. Y yo… Yo me quedaré aquí para siempre por culpa tuya.




Brotaron un par de lágrimas de los irritados ojos del soldado y corrieron por sus mejillas limpiándole de la mugre y el sudor a su paso en su rostro.



 – Pero no te preocupes. – Dijo el niño. – Ya entiendes que hay gente mala en el mundo, pero que gracias a ella todo esto es así. Comprendes que, mientras para nosotros la otra gente es mala, para ella nosotros somos los malos. Entiendes que nuestros actos en contra de otros al final regresan a nosotros mismos. Pues de todas formas todos nos vamos a pudrir aquí y todos vamos a arder con nuestro propio fuego. ¿Lo ves? Todo tiene sentido al final. Ahora quisieras decir a tus padres cuanto los amas, pero ya no los tienes cerca. Quisieras abrazar a ese hijo tuyo al que nunca viste, pero ya no sabes ni siquiera en donde estás tú. Quisieras pedir perdón con un beso a la hermosa mujer que dejaste llorando aquella noche lluviosa, pero notas que ya ha encontrado el consuelo en otros brazos. Quisieras vivir, pero ya no tienes el cuerpo y la voz que necesitas.  Escuchas los susurros del agua en un río y al fin notas lo hermosos que son. Anhelas quedarte toda una eternidad ahí para escucharlos, pero te das cuenta de que ya no tienes todo el tiempo que deseas. Te das cuenta de que ya es demasiado tarde.